Hace unos años, un amigo agrónomo, que había adquirido un
fundo cerca de Chincha, tocó la puerta de mi casa para dejar un saco de
cebollas de magnífica calidad. Estaba llevando sacos a todos sus familiares
y conocidos. "Prefiero regalarlas a aceptar el precio que me quieren pagar",
explicó refiriéndose a una cadena de supermercados que, además, suele pagar
a sus proveedores después de varios meses.
Los limeños tienen diversas
opciones para comprar alimentos: hay quienes disfrutan la dócil actitud de
los trabajadores de Wong o quienes prefieren las ofertas de Tottus, Plaza
Vea o Metro. No faltan quienes emprenden el viaje hasta Minka ni los que se
mantienen fieles al mercado de su barrio. Sin embargo, normalmente ninguno
piensa que muchos productos vendidos en supermercados o mercados pueden
provenir de una grave situación de explotación.
Por ejemplo,
a muchos jóvenes piuranos que ayudan
a cosechar árboles frutales, se les paga entre 5 y 10 soles al día (entre
1.5 y 3 dólares aproximadamente). Los dueños de los terrenos sostienen que
no pueden pagarles más, porque los intermediarios les ofrecen un precio
insignificante por los cajones de fruta. Después, en las grandes ciudades,
esa misma fruta puede valer hasta diez veces más.
Los intermediarios pueden
tener mecanismos muy abusivos: en
Talara, pagan a los pescadores por una
tonelada de pota ocho veces menos de lo que pagaban hace seis años, porque
saben que no pueden reclamar. Inclusive algunos supermercados están
involucrados en similares maniobras desleales.
Estas prácticas tienen
consecuencias patéticas:
existen campesinos que jamás beben la leche que producen sus vacas: reciben
tan poco dinero que no pueden darse ese lujo y destinan hasta la última gota
a los acopiadores. Enlatada o embolsada, la leche se vende después a un
precio inalcanzable para el pequeño ganadero.
¿Es posible romper estos circuitos de explotación?
Un primer elemento sería
mayor organización de los productores para exigir precios más justos a los
intermediarios o, inclusive, hacer llegar sus productos directamente a los
consumidores. Éstos también podrían intervenir más activamente: adquiriendo
conciencia de la importancia del comercio justo.
En Europa, muchos
consumidores con esta conciencia buscan darle "valor agregado" a sus
compras: en lugar de acudir a una gran tienda, por ejemplo, acuden a
negocios pequeños, para contribuir al equilibrio social. Evitan también
adquirir productos en cuya elaboración se hayan dado condiciones de
explotación: las tiendas de comercio justo consiguen prescindir de las
cadenas de intermediarios, para asegurar ingresos adecuados para los
productores. En el Perú sólo he conocido una experiencia similar en el Hotel
Antigua Miraflores (Grau 350, teléfono 241-6116): una tiendita donde los
turistas tienen la doble satisfacción de adquirir hermosas artesanías y
saber que su dinero efectivamente llegará a los tejedores y ceramistas.
Por el momento, el "valor
agregado" más visible que los consumidores peruanos dan a sus compras es que
sea de origen nacional. Sin embargo, los productos peruanos también pueden
tener origen injusto, y si no le bastaron los ejemplos mencionados, dése una
vuelta por los talleres de confecciones de Gamarra y pregunte sobre los
derechos laborales.
En el Perú, la capacidad de
vincular un criterio de justicia al acto de comprar es muy escasa y una de
las razones es que muchas personas piensan que la pobreza que afecta a
campesinos o pescadores no es injusta, sino "normal". Por eso ni siquiera se
preocupan de indagar qué formas de explotación existen ni logran conectar
que la migración o la violencia son generadas por esa "pobreza normal", a la
que se han acostumbrado... los que no son pobres.
Es verdad también que los
consumidores carecen de la información necesaria para tomar decisiones
éticas en el supermercado. ¿Quién paga más a los productores de leche:
Gloria,
Laive o
Nestlé? ¿Quién es más justo
con sus proveedores de frutas y verduras: Tottus, el grupo Wong-Metro-Eco o
el grupo Santa Isabel-Vivanda-Plaza Vea? Normalmente, estos asuntos no
aparecen en los medios de comunicación, que no desean arriesgar ingresos
publicitarios. Por ello, en otros países, grupos de activistas investigan e
informan y, cuando los consumidores demuestran que les preocupa esta
problemática, las mismas tiendas explican cómo pagan a sus proveedores.
La experiencia de las
ferias ecológicas o bioferias en Miraflores y San Isidro (esta última
atiende también los domingos y me regalaron el otro día una bolsa de yute
ecológico), demuestra que un sector de consumidores sí otorga un sentido
ético a su consumo, por lo que acaso una experiencia similar podría lograr
que quienes producen café en Chanchamayo, mangos en Tambogrande o papas en
Andahuaylas, reciban un justo precio por su esfuerzo.
La explotación, como el racismo y los accidentes de tráfico,
no es un problema sin solución... Pero la solución empieza por darse cuenta
de que se puede combatir.
Wilfredo Ardito Vega
Convenio La Insignia /
Rel-UITA
1 de junio de 2006