“Deberíamos estar alertas para evitar sobrestimar la 
                          ciencia
                          
                          y los 
                          métodos científicos cuando estamos hablando
                          
                          de 
                          problemas humanos, y no deberíamos suponer 
                          
                          
                          que los 
                          expertos son los únicos que tienen derecho
                          
                          a 
                          expresarse sobre cuestiones que afectan a la
                          
                          
                          organización de la sociedad”
                          
                          
                          Albert Einstein
                          
                          
                          
                           
                          
                          
                          
                          
                          
                          
                          
                          Los 
                          artículos de Sergio Israel 
                          
                    
                          
                          
                          
                          (ver artículo) 
                          
                          y Carlos 
                          Amorín
                          
                          
                          
                          
                          
                          (ver artículo) 
                          en la edición de BRECHA del pasado 24 de marzo(1)
                          
                          
                          
                          se refieren 
                          a la autorización otorgada a las transnacionales 
                          Botnia y ENCE para comenzar a operar sendas plantas de 
                          celulosa en nuestro país. Ambos articulistas ponen de 
                          manifiesto su extrañeza ante el hecho de
                          que el nuevo gobierno haya autorizado, sin 
                          mayores trámites ni discusión, las polémicas 
                          inversiones. Al punto que Amorín finaliza su artículo 
                          manifestando: “El apoyo sin fisuras al proyecto de 
                          Botnia por parte del gobierno de izquierda abre un 
                          enorme espacio a la perplejidad y el asombro”. Al 
                          final de su artículo Israel efectúa una aproximación 
                          al que considero el meollo del problema: “A la 
                          izquierda en general, y a la latinoamericana en 
                          particular, siempre le ha costado entender la 
                          relevancia de los temas ambientales, permanentemente 
                          relegados en función de otros supuestamente ‘más 
                          urgentes’. La generación que accedió a los puestos 
                          clave del gobierno uruguayo fue precisamente formada 
                          en esa tradición”.   
                          
                          
                          
                          
                          
                           
                          
                          A quien esto 
                          escribe -viejo, pero memorioso- las contradicciones 
                          políticas que denuncian los artículos, no le ocasionan
                          perplejidad ni asombro. Son los mismos 
                          tropezones que han provocado siempre en la izquierda 
                          las ambiguas nociones de modernidad y posmodernidad, a 
                          lo cual se suma la irracional fascinación que en buena 
                          parte de la izquierda despierta lo científico. Es más, 
                          la izquierda siempre criticó los paradigmas del 
                          capitalismo en lo ético, político, social y económico, 
                          pero no su paradigma científico, por el contrario, lo 
                          asumió como propio.
                          
                           
                          
                          El debate 
                          central de los años setenta giraba en torno al 
                          “crecimiento”, el mismo concepto al que ahora le 
                          llamamos “desarrollo”. Fue en esa época cuando 
                          apareció un estudio del Club de Roma denominado “Los 
                          límites del crecimiento”, donde se proponía el 
                          “crecimiento cero” para evitar que se cumplieran las 
                          sombrías predicciones que entonces se pronosticaban 
                          para dentro de cien años. Por su parte,  los 
                          defensores de una economía de “mayor crecimiento” 
                          ridiculizaban a los profetas del Apocalipsis; entre 
                          aquellos figuraba el entonces presidente de Estados 
                          Unidos Richard Nixon, quien llegó a afirmar que “el 
                          genio inventivo que creó esos problemas los resolverá”. 
                          La izquierda asumió el sofisma de que los seres 
                          humanos pueden y deben dominar la naturaleza y que los 
                          resultados no deseados serán superados por el progreso 
                          científico. Las sociedades, se decía entonces y se 
                          repite ahora, no tienen más remedio que crecer, sólo 
                          así se agrandará la torta y las porciones a repartir 
                          serán mayores. Tres décadas después las condiciones 
                          ambientales han empeorado dramáticamente, mientras la 
                          torta, que sí creció con un alto costo social, está 
                          mucho peor repartida. Quienes hoy imponen la velocidad 
                          y la calidad del desarrollo –inclusive el humano- son 
                          las compañías transnacionales… así estamos. Ellas 
                          controlan la tecnología, y la contaminación (del 
                          suelo, aire, agua, sonora y visual) es la consecuencia 
                          de cómo manejan esa tecnología en función del lucro. 
                          Por ese camino, entre 1946 y 1971 los niveles de 
                          contaminación en Estados Unidos se elevaron entre 200 
                          al 2.000 por ciento, mientras que la producción 
                          solamente creció 126 por ciento.
                          
                           
                          
                          
                          Consecuencias del sistema capitalista, decíamos 
                          entonces. Fue necesaria la implosión del llamado 
                          socialismo real para que nos enteráramos de que las 
                          cosas allí no eran diferentes. Uno de los objetivos de 
                          la planificación central de la Unión Soviética era el 
                          aumento del consumo individual. Esa prioridad política 
                          exigía una productividad creciente sin reparar en los 
                          costos sociales, entre ellos los ambientales. Millares 
                          de peces muertos flotando en el lago Baikal o en el 
                          río Dniester fueron el anuncio de la tremenda crisis 
                          ecológica que provocó aquella política. Así, algunos 
                          aprendimos que el desarrollo y la productividad que no 
                          tienen en cuenta los efectos ecológicos y que 
                          solamente aspiran a satisfacer “necesidades” -no 
                          importa si son impulsadas por la planificación 
                          gubernamental o por una transnacional- es el camino 
                          más seguro para llegar al desastre ambiental. Poco a 
                          poco la conciencia ambiental se abrió paso en gran 
                          parte de la población, por ello hoy las grandes 
                          compañías prefieren invertir dinero en campañas contra 
                          la vigilancia de la contaminación antes que invertirlo 
                          en nuevas técnicas destinadas a reducirla; esto es lo 
                          que está haciendo Botnia en Uruguay y que Israel 
                          irónicamente califica como “marketing verde”.
                          
                           
                          
                          Lo 
                          científico fascina y la fascinación genera 
                          contradicciones. Meses atrás el arquitecto Mariano 
                          Arana, ya designado ministro de Vivienda, Ordenamiento 
                          Territorial y Medio Ambiente, manifestó que antes que 
                          la solución de los problemas ambientales están los 
                          problemas de la gente (trabajo, salario, salud, 
                          vivienda) a través del crecimiento económico y la 
                          inversión. Es verdad que en el Uruguay de hoy mucha 
                          gente reclama por sus derechos, lo cual incluye 
                          acceder a un pedazo de la torta. Pero como un trozo de 
                          torta para toda la población exige más producción, la 
                          misma, con el actual modelo, significará más 
                          contaminación. Al mismo tiempo, un gran porcentaje de 
                          esa población que reclama un pedazo más o mayor de la 
                          torta, considera que vivir en un ambiente sano también
                          es un derecho. Esta es la contradicción que ha 
                          creado el capitalismo en todo el mundo. Los gobiernos 
                          de los países industrializados del Norte la 
                          solucionan  -momentáneamente- desplazando el problema 
                          a los países del Sur, eso es lo que explica una nueva 
                          fábrica de celulosa de capitales finlandeses en 
                          Uruguay y no en Finlandia. Lo inexplicable e 
                          insostenible es que el ministro responsable del medio 
                          ambiente en un gobierno progresista nos pretenda 
                          convencer de que la opción es entre las personas y la 
                          naturaleza.
                          
                           
                          
                          Un criterio 
                          similar, esta vez en relación con los transgénicos, 
                          fue mantenido por el actual subsecretario del 
                          Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, 
                          ingeniero agrónomo 
                          Ernesto Agazzi. En declaraciones a la prensa manifestó 
                          que “el problema más importante de la transgenia es 
                          económico, en el sentido de que las grandes compañías 
                          se han apropiado de la tecnología genética para 
                          producir semillas que nos obligan o nos conducen a ser 
                          sus consumidores. Eso es lo peor de la transgénesis”, 
                          pues “Uruguay no lo puede producir”. Es 
                          evidente que el compañero Agazzi en esta materia 
                          razona igual que un gobernarte del Norte rico: si 
                          poseyéramos la tecnología, venderíamos semillas 
                          transgénicas a otros países y consumiríamos productos 
                          orgánicos… el problema es que el compañero y nosotros
                          vivimos en Uruguay de hoy.
                          
                           
                          
                          Ahora 
                          estamos bajo la amenaza de que nos impongan un nuevo 
                          “progreso científico”. Entre gallos y mediasnoches se 
                          está tramitando la autorización de introducir al país 
                          un trébol transgénico destinado a alimentar el ganado. 
                          Se nos dice que ese trébol transgénico tiene la 
                          ventaja de retrasar la senescencia foliar 
                          (marchitamiento de las hojas) hasta 6,25 por ciento, 
                          lo que significaría, en el mejor de los casos,  23 
                          días por año. La autorización para introducir este 
                          trébol dejaría en letra muerta un comunicado del 
                          Instituto Nacional de Carnes (INAC) de 2004 que en 
                          español e inglés remarcaba ante el mundo el status de 
                          “Uruguay natural”, revalorizando la utilización de 
                          forrajeras no transgénicas en nuestro país.
                          
                           
                          
                          
                          Curiosamente, la tecnología que creó el trébol blanco 
                          transgénico no está en manos de ninguna transnacional. 
                          Su inventor fue el biólogo Germán Spangenberg, un 
                          uruguayo radicado en Australia. Con el razonamiento 
                          del compañero Agazzi, el solo hecho de tratarse de una 
                          tecnología “uruguaya” justificaría su utilización, lo 
                          cual resultaría un peligroso disparate.
                          
                           
                          
                          El tema 
                          transgénicos, como tantos otros, el gobierno 
                          progresista lo recibe como herencia de un problema mal 
                          y poco democráticamente resuelto. Pese a todo somos 
                          optimistas, pues el nuevo gobierno asumió el 
                          compromiso de escuchar e importarle la opinión de la 
                          gente. También desde el gobierno se nos dice, y con 
                          razón, que se impone un cambio de mentalidad, el cual, 
                          obviamente debe incluir a los gobernantes. A ello 
                          pretenden contribuir las anteriores reflexiones.
                          
                          
                          
                           
                          
                           
                          
                          Enildo Iglesias
                          
                          
                    
                          
                          
                          Semanario Brecha
                          
                          1 de abril de 
                          2005
                          
                           
                           
                          
                          
                          
                          
                    
                          
                          
                          (1)  
                          Visiones del desarrollo y ¿Quién necesita a Botnia?, 
                          respectivamente.