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Una tarde 
lluviosa de domingo invernal de julio, Patricia Goller llega puntual 
y empapada a la cita. Viene cargada de bolsos de diferente tamaño. 
En uno trae ropa mojada que no alcanzó a secar en el fin de semana. 
En otro, canutos de papel de diario, a partir de los cuales fabrica 
cestos, objetos utilitarios y adornos diversos con apariencia de 
mimbre. 
  
Son las 15 horas y, como la Cenicienta de los cuentos de 
hadas, debe regresar a su casa antes de que acabe el hechizo, pero 
mucho antes de la medianoche. Su casa no es el hogar con que toda 
mujer sueña para realizarse y criar sus hijos, sino la Cárcel de 
Mujeres. Allí está recluida, desde febrero de 2000, por matar a su 
marido de una puñalada. 
  
"O lo matabas tú o te mataba él. Y si él te mataba qué 
hubiera sido de nosotros", recuerda, tratando de repetir las 
palabras que su hija mayor, hoy con 19 años, le dijo un día en que 
ella le quiso pedir perdón por el "hecho", como ella designa al 
suceso. 
  
Patricia 
tiene 47 años y tres hijos -una mujer y dos varones- de 19, 17 y 15 
años. Fue secretaria, traductora, habla inglés y alemán, fue educada 
en la prestigiosa Deutsche Schoole. Su padre fue un connotado 
cirujano cardiovascular, ya fallecido. 
  
La Justicia la condenó a 15 años de prisión, pero también fue 
castigada por su familia. Si bien sus dos hermanos dan cierto apoyo 
a los hijos y atienden sus asuntos de salud y educación, Patricia 
sabe que, cuando salga de la cárcel, estará a la intemperie, sin 
casa ni trabajo. 
  
Desde hace un tiempo goza de 48 horas semanales de salidas 
transitorias, que las ocupa en vender sus artesanías y algunos 
productos de repostería que cocina en la cárcel. Con lo recaudado, 
solventa algunos gastos de sus hijos, internados en un colegio 
adventista. 
  
Cada 15 días pasa con ellos el fin de semana, en una rústica 
cabaña construida en un balneario de la costa uruguaya, a unos 30 
kilómetros de la capital, que le presta una amiga alemana de su 
padre para que tenga un lugar donde recalar. La hija ya no vive en 
el país, pues fue becada en una universidad adventista en la 
Argentina. La extraña mucho. 
  
Uno, muchos golpes 
  
"Con mi marido y los niños vivimos siete años en Paraguay, 
pero en 1996 yo me ausenté un año, porque recibí de él una fuerte 
paliza, que me destrozó la cara. Tenía la mala costumbre de que, 
cuando bebía y se drogaba, me atacaba", rememora. 
  
Patricia 
partió a Europa, a Gran Canaria. "No me pude llevar a los 
chicos. Yo les mandaba dinero mensualmente. Mi marido era un poco 
vago. No le gustaba trabajar. De 365 días del año, de repente 
trabajaba 100. Yo era el único sostén", dice. 
  
Cuando se le pregunta cómo pudo vivir tantos años con él, 
ella dice que su enamoramiento era como una obsesión, "como una 
enfermedad". Lo había conocido a los 17 años y se aferró a él cuando 
su familia comenzó a resquebrajarse con la separación de sus padres. 
"Fue mi primer y único amor", asegura. 
  
El 31 de diciembre de 1999, con algún dinero ahorrado en 
Europa, la familia regresó a Uruguay. Quiso darle al 
marido una nueva oportunidad. Tras la muerte de su madre, se había 
iniciado una sucesión y, supuestamente, ella tendría parte de la 
herencia, cosa que nunca sucedió pues, cuando iba a recibir el 
dinero, fue apresada. 
  
Era verano y alquilaron una casita en una playa. "Él cada 
tanto dejaba la droga y se alivianaba un poco con el alcohol, pero 
el 14 de febrero de 2000, cuando ya tenía todo organizado para 
iniciar una nueva vida en Montevideo, mientras yo preparaba la cena 
y él charlaba con los chicos comenzamos a tomar cerveza", cuenta. 
  
"Ya de madrugada, él entra al baño y yo quise pasar; él se 
estaba mirando al espejo y no me dejó entrar, me pegó. No sé qué me 
vino, un ataque, y lo primero que atiné fue a agarrar un cuchillo. 
Estaba medio desnudo. Estoy segura de que se estaba drogando y no 
quería que yo lo supiera. Cegada, le dije: 'esto no va más' y le 
clavé el cuchillo. Estaba mareada, pero consciente de lo que hacía", 
dice. 
  
"Me di vuelta y me tiré en un sillón. A la media hora, él se 
levanta y se va acercando al dormitorio, lastimado. No sé de dónde 
saqué fuerzas y le dije. 'acá no dormís más', levanté la cama y la 
di vuelta. Él hizo un último intento de volver al baño y allí se 
desplomó. Según el médico forense, le reventé la arteria pulmonar. 
La herida tenía 15 centímetros de profundidad. Me tipificaron 
homicidio especialmente agravado, con premeditación y alevosía". 
  
Los chicos estaban acostumbrados a las escenas de violencia 
familiar y fue su hija mayor la que descubrió que el padre estaba 
muerto y alertó a los vecinos; mientras, Patricia había salido a 
buscar ayuda médica. 
  
"Cuando regresé, ya estaba la ambulancia y la policía. Me 
quedó grabado en la retina el momento en que la policía se llevaba a 
los varones, que dormían, envueltos en una manta. ¡Me dio una cosa 
tan fea! En ese momento me di cuenta de que ya me estaba separando 
de ellos", cuenta Patricia con la voz entrecortada. 
  
Los años pasan 
  
Patricia pasó los primeros 30 meses en una cárcel del 
interior del país. Al comienzo, su padre la visitaba regularmente; 
después iba cada vez menos. A sus hijos casi no los veía. Luego fue 
trasladada a Montevideo, a la cárcel de mujeres de Cabildo. 
  
Allí están alojadas en tres sectores que varían, según los 
grados de seguridad requeridos, unas 300 mujeres culpables de 
diferentes delitos. Patricia está en el sector de media seguridad. 
Una vez recluidas, a la hora del descanso, se cierra hasta el día 
siguiente la puerta de la habitación colectiva donde duermen en 
literas unas 20 reclusas. 
  
Como ella pudo probar la golpiza recibida en Paraguay, 
mediante gestiones ante el Ministerio de Salud de ese país, la pena 
inicial de 24 años de penitenciaría descendió a 15. 
Este mes, Patricia se arriesgará a pedir la libertad 
anticipada, al cumplir la mitad de la pena. Tiene a favor la buena 
conducta en la cárcel donde, desde hace cinco años, trabaja en forma 
remunerada en la cocina. Sus manos están curtidas de lavar los 
trastos y pelar verduras. Por cada dos días trabajados, tiene uno 
menos de pena, pero el juez recién autorizó a que se le acreditaran 
los cómputos a partir de 2005. 
  
Con mucha ansiedad por el futuro en libertad que se le 
acerca, Patricia está recibiendo ayuda psicológica con una 
especialista del Instituto "Mujer y Sociedad", una organización no 
gubernamental que trabaja también en el asesoramiento legal a 
mujeres con diferentes problemáticas. 
  
Todos los días, después que culmina su trabajo en la cocina 
de la cárcel, sale a la calle con su bolso a cuestas, sus cestos de 
mimbre y bandejitas con alfajores caseros, en busca de nuevos 
clientes. 
  
En las últimas semanas, incorporó a su equipaje un nuevo 
bulto: un sobre con fotocopias de su currículo en inglés y en 
español, con la idea de buscar un trabajo calificado para el cual 
tiene aptitudes. 
  
"Vivo por mis tres hijos, a quienes adoro. Vivo con un gran 
sentimiento de culpa, por ellos, por haberlos dejado prácticamente 
solos. Los perdí en una edad en la que más se necesita a la madre", 
dice. 
  
"Hace años que no me compro nada para mí. Todo lo que gano va 
para ellos. Pero hasta que no salga de la cárcel no hago planes. 
Tengo mucho miedo. Aunque suene raro, para mí la cárcel es un 
segundo hogar. 
Tengo un techo, agua caliente, comida. Saber que salís y que 
no tenés ni un techo, asusta", comenta. 
  
Su sueño es volver a Europa, a España, donde 
nacieron sus niños antes de irse a Paraguay. "Allí yo fui 
soltera, era joven y salía a divertirme; allí crié a mis hijos. Acá, 
en Uruguay, a pesar de que aún soy una mujer joven, por 
dentro estoy como desecha". 
  
Cristina Canoura 
SEMlac 
2 de octubre de 2007 
  
 
  
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