Es
bueno recordar hoy el propósito con que fue creada, el 16 de
octubre de 1945, la Organización de las Naciones Unidas para
la Agricultura y la Alimentación (FAO). Era el fin de la
Segunda Guerra Mundial, maduraba el Plan Marshall (ERP, por
sus siglas en inglés)1
en los think tanks del gobierno estadounidense, y el
mundo asistía estremecido a la revelación completa del
Holocausto judío perpetrado por los nazis.
Mientras entre bambalinas los aliados y los soviéticos se
disputaban lo que quedaba de las joyas de la abuela
Europa, entre las que incluyeron estructuras militares,
investigaciones con designios letales y numerosos
científicos nazis, el gran público mundial observaba
consternado a la Europa en harapos, hambrienta,
sonámbula, devastada. Los niños morían de hambre, la
producción agrícola era casi inexistente. Por eso se creó la
FAO, para asistir a una Europa hambrienta y
con su aparato productivo destruido.
Cuando hoy se mencionan a los 852 millones de hambrientos
que hay en el mundo, todos pensamos en África. Pero en
1945, cuando se creó la FAO, África recién
empezaba a sufrir el hambre masivo que, sin contar
catástrofes naturales o guerras que nunca duraban mucho,
tenía y tiene sus causas en la colonización y el cambio de
paradigma económico, político, cultural.
La colonización destruyó la agricultura comunitaria e
implantó la especulativa, con base en pocos productos y
orientados a la demanda mundial; organizó el pillaje, la
extracción fraudulenta de minerales preciosos y la trata de
productos autóctonos canalizados hacia la exportación y,
viceversa, la introducción de nuevos productos “globales”. 2
El hambre se hizo endémica en África a partir del
quiebre de sus tradiciones agroalimentaias provocado por la
colonización imperialista.
Cuando se aproxima esta fecha algunos analistas retrógrados
se empecinan: “El consumo medio diario de alimentos por
persona ha experimentado un incremento del 23 por ciento
desde 1945. Se trata de un hito destacable que desafía a
aquellos que profetizaban el desastre”, dicen 3,
sin hacer caudal de que apenas un párrafo más arriba
admitieron que 850 millones de personas padecen
“subnutrición crónica”. Como dice una copla del folclore
uruguayo: “Unos mucho y otros nada / y eso no es
casualidad / si el maíz crece desparejo / alguna razón
habrá”.
Cuando el pasado se desmantela y se arrincona entre los
trastos viejos, el presente suele explicarse apenas por las
razones que esgrimen los que hablan más alto, los que tienen
la voz más fuerte, los más poderosos. Así como la historia
original de la FAO hoy resulta increíble para muchos,
el presente aparece indescifrable.
Si el hambre y su disposición geográfica ya es un lugar
común, desafía la curiosidad entender por qué faltan
alimentos en el mundo de los saciados, o por lo menos por
qué aumentan sus precios el pan, la leche, la tortilla de
maíz y casi todo. Se avanzan algunas explicaciones
realistas: el mayor consumo de China, la sequía en
Australia, las inundaciones en Rusia, la
especulación de algunas transnacionales del alimento y de
las grandes compañías de los agrocombustibles. El fenómeno
adquirió escala global, y se manifiesta igual en Ecuador
que en Sri Lanka o Suiza, aunque unos y
otros tienen condiciones distintas para hacerle frente.
Siendo todo ello cierto, una capa más abajo permanece a
medio develar un proceso más subversivo y con tendencia a
transformar la coyuntura en dato persistente: el aparato
productivo esencial, la tierra, está pasando en el
hemisferio sur a manos de inversores, especuladores,
financistas, industriales y hasta de timberos y aventureros
que acechan “el golpe de suerte”, la martingala de una
cosecha buena con precios internacionales altos.
Desde los primeros años 90 la tierra se transformó en un
tema de economistas, de contadores, de gestores, que
liderados por el Banco Mundial y demás agencias
financiadoras iniciaron el proceso de secuestro de la
tierra. Acelerados empadronamientos, supuestas
regularizaciones, adjudicaciones amañadas se volvieron pan
de todos los días junto a un reordenamiento jurídico
generalizado del régimen de la propiedad de la tierra que le
abrió las puertas a las sociedades anónimas, al gran capital
en sus diversas formas.
El aparato productivo esencial, la tierra, está
pasando en el hemisferio sur a manos de
inversores, especuladores, financistas,
industriales y hasta de timberos y aventureros
que acechan “el golpe de suerte”, la martingala
de una cosecha buena con precios internacionales
altos.
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Casi empezando el nuevo milenio, el holandés Chris van
Dam advertía que “ bajo
nuestras narices ocurre posiblemente uno de los procesos de
mayor impacto en el agro latinoamericano desde la reforma
agraria mexicana, por el cual se le van transfiriendo
grandes superficies de tierra agrícola a un nuevo sector
empresario, en un proceso de concentración de la propiedad
como no ocurría desde el siglo XIX.
La gran diferencia con aquellos procesos de reforma agraria
que tanta inestabilidad política supieron generar y que
tanta tinta hicieron derramar, es que este proceso
transcurre en silencio. Y que no ha sido documentado. A
diferencia de entonces, cuando las oligarquías nacionales
afectadas mostraban su indignación accionando sobre el poder
político, agitando la bandera del comunismo, en este caso el
mercado expulsa a decenas de miles de campesinos sin voz, en
un contexto político y académico de creciente insensibilidad
y desinterés por su campesinado”.4
Las tierras
que antes eran utilizadas para producir alimentos y daban
sustento a las familias campesinas y sus culturas, hoy están
ocupadas por monocultivos forestales y por commodities .
Algunos años después de la advertencia de Van Dam, el
proceso está en plena consolidación: cuando las tierras han
dejado de ser productivas, la horda codiciosa avanza sobre
nuevas localizaciones que, a su vez, serán devastadas.
Uno de los resultados más evidentes de esta transformación
es la crisis alimentaria en la que ingresa la humanidad en
su conjunto, una crisis que también será discriminatoria ya
que sus efectos se distribuirán según la vieja y conocida
clave de la desigualdad.
La soberanía alimentaria de los pueblos destruida por la
Revolución Verde y la industrialización creciente de la
agricultura parece hoy exhalar sus últimos suspiros.
En América
Latina, donde 54 millones de personas sufren hambre cada
día,5
el cultivo de soja para exportación alcanza una
difusión pornográfica, y a eso se suman el maíz para etanol
y la caña de azúcar con el mismo fin, hacia donde se
canalizan actualmente ingentes recursos sociales mediante
exenciones impositivas y créditos blandos, devolución
anticipada del IVA, tasa hídrica, reducción del Impuesto a
las Ganancias y seguridad jurídica de las inversiones cueste
lo que cueste. Léase caiga quien caiga.
En este marco, en Santa Fe, Argentina, por ejemplo,
se construye lo que será el polo productor de biodiesel más
grande del mundo, con una capacidad estimada para 2010 de
2,2 millones de toneladas del agrocombustible. El
emprendimiento asocia a “Renova -un consorcio entre
Oleaginosa Moreno, del Grupo Glencore y
Vicentín- y Ecofuel, que reúne a las firmas
AGD y Bunge”.6
Y refiriéndose al etanol, el Ministro argentino de
Planificación Federal, Julio de Vido, afirmó que con
el apoyo que recibirá del gobierno, “para 2010 se prevé una
producción de 300.000 metros cúbicos (ndr: anuales),
con un valor estimado en 200 millones de dólares. Y agregó
que la inversión que se llevaría a cabo rondaría los 150
millones de dólares hasta 2010”.7
Los trabajadores y trabajadoras del sector alimentario,
conformado según la visión de la UITA por todos
quienes intervienen en su producción, procesamiento y
distribución “de la tierra al plato”, están hoy en el ojo de
la tormenta. Por ellos y ellas, y sus organizaciones
sindicales, pasa uno de los desafíos centrales del futuro de
la humanidad como es generar, proponer alternativas al
encierro alimentario en el que quiere confinarnos el
“Gran
Hermano” transnacional y neoliberal, donde cada cual comerá
lo que él quiera, cuando él decida y como él lo ordene según
sus necesidades.
Es un desafío estremecedor, y también un privilegio. En la
lucha de cada día, la asamblea, la actividad de propaganda,
la negociación, la denuncia, el círculo de estudios, el
conflicto o la huelga, debe estar presente la visión global
para sopesar dónde estamos parados, qué posición ocupamos en
la partitura de una orquesta formada por muchos
instrumentos, cuál es el horizonte hacia el que marchamos
sin perder de vista el camino que se debe recorrer paso a
paso: la consolidación de nuevos espacios de unidad cada vez
más abarcadores.
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