El hambre no
responde a una falta de alimentos, sino a un mercado y una
agricultura que tienen como prioridad
el comercio
y no la alimentación.
Cuando los grandes productores agrícolas de la Nueva España
anticipaban una mala
cosecha, cerraban bajo llave sus almacenes para inducir a la
escasez y, con esto, disparar los precios. Mientras se
enriquecían, la población gastaba casi el total de sus
ingresos en alimentos y medicinas por enfermedades
relacionadas con el hambre.
Como se frenaba el consumo de bienes manufacturados, los
fabricantes y comerciantes despedían a sus trabajadores para
sortear la crisis. Han pasado casi 250 años, pero la
especulación alimentaria sigue vigente.
El hambre se
ha globalizado no por falta de medios, sino por falta de
voluntad política.
Así lo denuncian el director general de la FAO y
varios jefes de Gobierno, además de organizaciones de la
sociedad civil.
El
aumento de los precios de los alimentos el último año ha
provocado el aumento del hambre en el mundo, que casi 1.000
millones de personas padecen.
En España, la campaña “Derecho a la alimentación,
urgente”, afirma que no se puede desvincular la crisis
alimentaria de la coyuntura económica de crisis, de los
desastres del clima y de la crisis energética causada por la
actividad del hombre.
Todas tienen su origen en el actual modelo de desarrollo,
fundamentado en el crecimiento económico salvaje y en la
“liberalización” de la economía. Sobre todo, en los mercados
y la agricultura que no tienen como prioridad el derecho de
las personas y los pueblos a la alimentación, sino el
comercio.
El hambre en el mundo no está provocada por falta de
alimentos, sino por la supremacía que tienen los intereses
comerciales de la economía neoliberal y proteccionista de
los países del primer Mundo sobre uno de los derechos más
elementales del ser humano.
Se repiten frases como “Para que haya ricos tiene que haber
pobres”, “es ley de la naturaleza”, “la ley del más fuerte”,
etc. Pero los hechos demuestran que el hambre no es un mal
inevitable del destino ni un mal menor.
Se trata
de enfocar la alimentación como un derecho humano y no sólo
desde el también necesario aumento y mejora de la producción
agrícola.
Una mayor producción de arroz, de maíz y de trigo no
garantiza por sí sola que los países empobrecidos del
planeta puedan pagar los precios que dictan “las reglas del
mercado” para esos alimentos de subsistencia que necesita su
población. En varios casos, estos países abandonaron el
campo para adaptarse a los ajustes estructurales dictados
por el Banco Mundial para subsanar deudas externas.
En los años ‘60 y ‘70 Estados Unidos y algunos países
europeos dieron subsidios masivos a sus agricultores, lo que
llenó el mercado de alimentos baratos que hundieron la
agricultura de los países empobrecidos.
Más de
treinta años después, los excedentes de producción agrícola
se siguen volcando en los países del Sur, ahogados por la
deuda y por la falta de
alimentos que ya no pueden pagar.
Las ayudas al desarrollo para fomentar la productividad del
campo en los países del Sur tienen corto alcance. Aunque
pudieran volver a sus economías de subsistencia, tendrían
pocas posibilidades de exportar sus productos por el
proteccionismo y la imposibilidad de competir con productos
subvencionados del Primer Mundo (…)
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