Mi último día de
estadía en Alemania me deparó una alegría inmensa,
increíble, un sentimiento de que por fin se acercaba la
paz, la sabiduría, al ser humano. En la ciudad de Köln
(Colonia) se inauguraba el primer monumento en la
historia mundial dedicada a los desertores y a los que
se habían negado a disparar sus armas contra el llamado
“enemigo” en la última guerra mundial. Un monumento, ¿se
imagina algo así el lector?. Los archivos no dejan
mentir. En la última guerra, de un total de treinta mil
jóvenes desertores, o que se negaron a cumplir órdenes
que podrían llevar a la muerte de otros, que fueron
detenidos, veinte mil de ellos terminaron ejecutados,
por fusilamiento o por la guillotina. El resto fueron
condenados a penas de prisión.
El monumento es una pérgola justamente enfrente del
antiguo edificio de la Gestapo (la policía política
nazi) y de los juzgados donde fue impartida parte de
esas penas de muerte. Todo un ejemplo.
Entre los condenados a muerte hubo casos de una valentía
y un coraje civil increíbles. Están también los que se
negaron a formar parte de los pelotones de fusilamiento
de otros condenados, como judíos o prisioneros enemigos
que trataron de huir. Para hacer todo eso se necesitaba
más coraje que ir y obedecer como oveja de un rebaño las
órdenes militares de enfrentar al llamado “enemigo”.
Muchos de esos valientes “desertores” condenados también
sufrieron el castigo de la memoria porque sus
familiares, aún después de la guerra, ocultaron esa
verdad avergonzándose de que sus hijos o sus hermanos no
hubieran cumplido las órdenes de sus superiores.
De todos aquellos desertores sólo queda un
sobreviviente, Ludwig Baumann, de 87 años,
que intentó como soldado alejarse de sus tropas en el
frente francés pero fue capturado. Condenado a muerte,
estuvo diez meses atado de pies y manos, tirado en una
celda, esperando cada día que fueran a buscarlo para
fusilarlo. La justicia militar, luego de ese tiempo, lo
condenó a doce años de prisión. Cuando, después de la
guerra, fue liberado, sufrió entonces el desprecio de la
sociedad vencida que lo trataba como un traidor. Pese a
eso fundó una organización por la paz y por la
rehabilitación de todos aquellos que se habían negado a
disparar sus armas contra otros seres humanos. Ahora
tuvo la íntima alegría de concurrir a la inauguración
del monumento en Colonia. Un reconocimiento al valor de
la vida. Recién ahora, 64 años después del fin de la
guerra, han sido rehabilitados esos seres que dijeron no
a la bala, a la violencia, al bombardeo de ciudades, a
la muerte. Durante esos 64 años el partido político
mayoritario alemán, la Democracia Cristiana, se negó a
la rehabilitación de esos héroes civiles. El argumento
era que podían servir de mal ejemplo a los soldados del
nuevo ejército alemán, la Bundeswehr, que actualmente
actúa en la ocupación de Afganistán apoyando a
las fuerzas de Estados Unidos. Pero la
ética triunfó finalmente sobre los intereses políticos.
La palabra del desertor también tiene el derecho de ser
escuchada frente a la del que acepta el uniforme y el
arma como única razón. Ya no basta cubrirlos con las
palabras de “traidor a la patria” y “cobarde”; la
desobediencia ante la razón militar puede valer como un
gesto individual de coraje civil. ¿En quién se puede
creer más: en quien acepta callado lo que le ordenan,
como ocurre con la mayoría, o los que hacen valer su
derecho a discutir y poner en duda las órdenes del poder
de turno?
Una frase del último desertor sobreviviente quedó para
siempre en el acto de inauguración del monumento: “¿Qué
mejor cosa puede haber que traicionar a la guerra?” Es
hermoso pasear por debajo de esa pérgola donde uno puede
leer: “Homenaje a los seres humanos que se negaron a
apretar el gatillo, a los seres humanos que se negaron a
torturar, a los seres humanos que se negaron a
reprimir”. Y ésta, muy de actualidad. “¿En qué momento
el ser humano tiene que negarse a obedecer órdenes de
represión y a imponerse su propio camino a seguir ante
la violencia?”
El recorrido me dejó muy contento conmigo mismo. Una
buena despedida de Alemania. De Auschwitz a la
pérgola de Colonia, pienso. Siempre nacen esperanzas
para un mundo nuevo, pienso.
Regreso a mi país. En el camino de Ezeiza debemos
detenernos: una larga cola de automóviles impide pasar.
Nos bajamos para preguntar. La policía está reprimiendo
a los obreros de Terrabusi, me informan. Casi creo que
es una broma: “¿A los obreros de Terrabusi? ¿A los que
elaboran las masitas?” pregunto casi con inocencia. Y
agrego: “¿Cómo se puede reprimir a quienes hacen cosas
tan ricas? Me acuerdo de chico, la alegría al
masticarlas...” Me miran como si yo fuese de otro mundo.
Sí, luego me enteraré de todos los detalles:
Terrabusi ahora se llama Kraft, una empresa
de Estados Unidos, que ha despedido a 160
trabajadores. Comenzaron las conversaciones y se declaró
la conciliación obligatoria. Cuando los trabajadores
fueron al comedor de la empresa notaron la presencia de
efectivos policiales. Afuera había más de cien carros de
asalto. Los responsables policiales dijeron que actuaban
por orden de la fiscal Laura Capra, del
Juzgado No 1 de San Isidro. Los trabajadores lo tomaron
como una inútil demostración de violencia en pleno
período de conciliación obligatoria. Se inició la
discusión y sufrieron una violenta represión policial,
con gases lacrimógenos y balas de goma. Hubo obreros
heridos, entre ellos una obrera con una seria herida en
la cabeza. Página/12 tituló, al día siguiente el hecho
como “Una lluvia de balas de goma y de gases”.
Esas primeras horas argentinas me llenaron de desazón.
Venía con la alegría de haber vivido la inauguración del
monumento alemán a los desertores, a los que se habían
negado a emplear las balas como medio de persuasión. Y
llego a mi país y lo primero que veo es una represión
antiobrera, con protagonistas de uniformes, palos, gases
y balazos de goma. Y una fiscal que ordenó tal forma de
brutal represión, aunque posteriormente negó haber dado
esa orden.
Me nació en ese momento toda clase de preguntas: ¿Cómo
una empresa extranjera permite en su predio una cosa
así? ¿Acaso, justamente una empresa extranjera no
tendría que mostrar gestos de mano abierta por la misma
razón de estar en tierras distintas? ¿Por qué el despido
sin indemnización a 160 obreros sabiendo la violencia
que representa eso para esas 160 familias? ¿Cómo quieren
que reaccionen esos hombres cuando se ven de esa manera
aislados de todo derecho? Y otra pregunta: luego de la
experiencia de los desertores que se negaron a disparar
contra el llamado enemigo, ¿cómo la policía reaccionó
así, con toda increíble violencia en vez de ser
mediadores, de tratar de persuadir a los protagonistas,
de buscar soluciones honorables? ¿Por qué siempre la
defensa del poder y la culpabilidad del proletario? ¿Esa
policía no aprende de la historia? ¿A qué lugar pasaron
en esa historia los represores de las tragedias obreras
argentinas como la Semana Trágica, la Patagonia Rebelde,
y la de los hacheros de La Forestal (para mencionar
apenas tres grandes injusticias cometidas por el poder
contra los que hacen el pan y ajustan el riel)? ¿Por qué
ningún oficial o agente de policía se negó alguna vez a
cumplir la orden de reprimir con métodos feroces un
reclamo obrero en la calle?.
Las manos obreras que elaboran galletitas son cortadas
por los que cumplen órdenes de los que quieren ganar
más. Los obreros quieren trabajar, quieren llevar el pan
de todos los días a sus hogares. Comprender eso es
buscar soluciones, cómo se puede hacer un plan para que
todos tengan derecho a vivir en paz y sin que sus
familias pasen necesidades. Total, para llegar a ese
arreglo tal vez un ejecutivo de la empresa, en vez de
ganar cien mil dólares por mes tendría que aceptar un
diez por ciento menos y renunciar este año a un viaje en
yate por el Caribe, nada más. Y justamente ahora los
medios informan que la dueña de esa empresa Kraft,
Irene Rosenfeldt, ha ofrecido 16.730.000
millones de dólares a la empresa Cadbury, de
chocolates, para comprarla. Le voy a escribir que
ofrezca unos miles menos así puede dejar en paz a sus
obreros argentinos. Acordarse de que la ética de la
historia no perdona las pequeñeces y egoísmos. La paz se
logra con la no violencia y no con despidos de obreros.
Nos informan que la empresa ha ordenado el alambre de
púa para proteger la fábrica. El alambre de púa, símbolo
del egoísmo y la represión. En vez de eso, señores
ejecutivos, hagan jardines donde puedan jugar los niños
de sus obreros y una escuela en las cercanías, para
aprender la palabra convivencia entre todos. En vez de
policía adentro, crear un lugar de esparcimiento para
los obreros cuando terminen la jornada y puedan venir
sus esposas a pasar un buen momento. Eso es la vida
generosa, para eso tiene que estar el trabajo, y no para
la ganancia, la protección policial individual y el
alambre de púa.
Ojalá que alguna vez los argentinos tengamos oportunidad
de levantar un monumento a policías que se nieguen a la
represión de los hijos del pueblo.