En Guatemala, que
tiene uno de los índices de criminalidad más altos del continente, el Congreso
Nacional ha pasado por unanimidad una resolución legislativa que da vía libre a
la aplicación de la pena de muerte, congelada desde hacía tiempo.
Sólo los asesinatos atroces de
mujeres, víctimas de las pandillas de los maras, de ejecuciones extrajudiciales,
y de la violencia familiar, suman varios centenares al año, más que en Ciudad
Juárez, en México. Y asesinatos entre pandillas rivales y
narcotraficantes, y, sobre todo ahora, de choferes y ayudantes de autobuses de
las rutas urbanas, víctimas de las redes de delincuentes que cobran impuestos de
protección a los medios del transporte público, como en los días de gloria
mafiosa de Chicago.
Y detrás de eso, toda una negra
tradición de exterminio de aldeas indígenas enteras durante los años de la
represión militar, cementerios clandestinos, asesinato de líderes políticos y
sindicales, sacerdotes y aún obispos, profesores y estudiantes universitarios.
El recién electo presidente, el socialdemócrata Álvaro Colom, es sobrino
de uno de esos asesinados prominentes, el doctor Manuel Colom, un
dirigente de gran arrastre popular, ametrallado en las calles de la ciudad de
Guatemala, de la que había sido alcalde.
La ley de la selva. No sólo los
asesinatos a sangre fría de los choferes y ayudantes de los autobuses, que pagan
con sus vidas cuando los propietarios de las líneas se niegan a la extorsión;
también contra los dueños de tiendas de abastecimiento, bares, cantinas, y otros
negocios medianos y pequeños en los barrios, sometidos al terror de las
pandillas de los maras, que han pasado de ser organizaciones juveniles
violentas, a bandas criminales en estrecha alianza con los carteles del
narcotráfico.
Y están los secuestros, que
afectan a familias de todo tamaño pero, por supuesto, a las de mayores recursos,
que constituyen el mejor botín: secuestros de hombres de negocio, de sus
esposas, de niños raptados a la salida de los colegios, casos que en su mayoría
no son registrados en los medios de comunicación, y que se negocian en silencio.
La violencia indiscriminada fue
un tema central en la recién pasada campaña electoral de la que Álvaro Colom
resultó ganador, en contra del general Otto Pérez Molina, quien prometió
“mano dura” si ganaba, y con eso se trajo el apoyo de gran parte de la
población, hastiada de la inseguridad, a pesar de que ya sabe lo que “mano dura”
ha significado en la historia de Guatemala.
“Si la justicia
fuera ecuánime y pareja, sin autoamnistías, más de algún personaje
de nuestra historia pasada y reciente hubiera ya pasado por la
cámara letal”. Arzobispo de Guatemala |
Colom,
un ingeniero industrial de convicciones y aspecto que no tienen nada de vengador
justiciero, planteó durante su campaña el asunto de la violencia que asola a
Guatemala como algo profundamente soterrado en la situación de miseria y
atraso institucional, que tiene mucho que ver con la ineficacia de la justicia,
en la que la gente común no cree, con la corrupción policial, y a la vez con la
pobreza crónica, el desempleo y la falta de oportunidades. Pero también dijo que
estando la pena de muerte contemplada en la ley, debería aplicarse.
Que la gente en los barrios y en
las aldeas no cree en la justicia, se ve en la frecuencia con que se producen
linchamientos, no sólo contra los cobradores de protección de la mafia, y
ladrones cogidos in fraganti, sino también contra personas acusadas de robar
niños, otra de las industrias criminales más florecientes del país. Que la
policía está corrompida, y penetrada por el narcotráfico, lo demuestra el caso
de los diputados al Parlamento Centroamericano, del partido de derecha ARENA
de El Salvador, secuestrados en una carretera y luego asesinados
por agentes de la Policía al servicio de los carteles de la droga.
Por eso el discurso de la mano
dura del general Pérez Molina conquistó a pocos menos de la mitad de la
población en la segunda vuelta electoral, y tuvo votos sobre todo en la ciudad
de Guatemala. Colom ganó gracias al voto rural.
Miseria, desamparo,
desesperanza, sobre todo para los más jóvenes, que es la clientela de los maras,
y criminalidad generalizada que toca a todos los sectores de la sociedad, los
ricos protegidos dentro de sus fortalezas amuralladas, la clase media indefensa,
y los pobres aterrorizados en las barriadas.
El ingeniero industrial, al
terciarse la banda presidencial, recibió el modelo para armar más complicado que
manos humanas hayan tocado jamás en Guatemala. Fruto de uno de esos
milagros que los países latinoamericanos producen de tiempo en tiempo, la
mayoría de la gente creyó más en su discurso, de transparencia institucional y
progreso social como armas para enfrentar el crimen, que en el de mano dura, del
general Pérez Molina.
La mano dura para neutralizar a
los maras ya había fracasado ruidosamente en Honduras y El Salvador.
Ahora el presidente Colom, que apenas tiene poco más de un mes en la
presidencia, busca enfrentar al crimen organizado sin salirse del marco
institucional, y la campaña de seguridad pública que las fuerzas policiales han
lanzado sobre los focos rojos de delincuencia, sobre todo en la ciudad de
Guatemala y en su extensa periferia, ha obtenido como primera respuesta la
multiplicación del asesinato de los choferes y ayudantes de autobuses, de los
que van ya más de 15.
Cada autobús que circula por las
calles de Guatemala lleva ahora a un soldado del ejército en traje de
fajina, armado con un fusil automático, como parte del nuevo plan de seguridad
pública. Es, desgraciadamente, una de esas medidas de protección de los
ciudadanos que no puede durar toda la vida, y que si no tiene como resultado
tangible la disminución drástica de las redes criminales, está destinada a
fracasar, junto con todo el plan de seguridad.
Pero más que eso, está de por
medio la aplicación de la pena de muerte. Será al presidente Colom al que
toque de ahora en adelante decir la última palabra sobre las sentencias de
ejecución, a través del poder del indulto. Y ya ha reiterado que no ejercerá ese
poder, y dejará que se cumplan las decisiones de los tribunales.
El arzobispo de Guatemala,
Monseñor Rodolfo Quesada, ha dicho, al oponerse a la resolución de los
diputados que restablece la pena de muerte: “Si la justicia fuera ecuánime y
pareja, sin autoamnistías, más de algún personaje de nuestra historia pasada y
reciente hubiera ya pasado por la cámara letal”. Verdad como una catedral.
La pena de muerte,
efectivamente, no resolverá nada. Sólo el triunfo de la propuesta de dejar atrás
el túnel de la pobreza endémica que aflige a la gran mayoría de la población, al
tiempo que se construye un sistema de justicia real, puede hacer que el monstruo
de mil cabezas que es el crimen pueda ser enterrado en Guatemala.
Eso tomará muchos años, más allá
de los que el presidente Colom tiene como mandato, y ciertamente la pena
de muerte no va a ayudarlo en esa tarea.