La industria de
agrocombustibles tiene sus ojos puestos principalmente en las mejores
tierras, pero de modo intencionalmente confuso se utiliza este término de
“tierras marginales”. Desde un punto de vista ecológico no existe la
marginalidad. El hecho de que un recurso natural, como lo es el suelo, no
esté siendo utilizado para producir un beneficio económico para el mercado
globalizado, no significa que no tenga un gran valor ecológico y para las
poblaciones locales.
Brasil,
Colombia o Argentina son considerados como regiones con gran
potencial para expandir la producción de agrocombustibles para abastecer a
la Unión Europea, en mucha mayor medida de lo que ya se viene dando
en estos países. Una de los argumentos que se esgrimen por parte de los
defensores de los agrocombustibles es la existencia de extensas áreas de
tierra disponibles, a las que se denominan comúnmente como “tierras
marginales” o tierras de deshecho, abandonadas, improductivas. Sin embargo,
en este artículo sostendremos que el concepto de “tierras marginales”
-tierras con un bajo valor productivo es un concepto muy confuso y su uso en
el contexto de los agrocombustibles puede resultar peligroso. Esta
calificación de “marginal” es introducida por un interés productivo y
económico al considerar los suelos. Desde nuestro punto de vista, el hecho
de que un recurso natural, como lo es el suelo, no esté siendo utilizado
para producir un beneficio económico para el mercado globalizado, no
significa que no tenga un gran valor ecológico y para las poblaciones
locales.
Desde un punto de vista
ecológico no existe la marginalidad. En zonas de poca productividad, la
producción de biomasa puede ser baja, o puede ser necesaria gran cantidad de
fertilizantes y agua, lo que tendrá otras consecuencias como contaminación
de aguas y toxicidad. Las denominadas tierras marginales tienen desde un
punto de vista social, una función clave para la subsistencia de comunidades
rurales. Así lo destaca un reporte reciente de la FAO. La población rural, y
de un modo especial las mujeres, extraen habitualmente de estas áreas, todo
aquello que necesitan para su subsistencia, como el alimento, caza, agua y
leña. Los planes de expansión de los monocultivos industriales tan sólo
extreman el problema de la concentración de tierras, y termina dificultando
e incluso impidiendo su acceso a la población que depende de ellas, y así
minando su modo de vida.
Muchas áreas naturales en
Latinoamérica, como en Brasil la selva amazónica, el cerrado,
la mata atlántica y el pantanal, han sido ya gravemente afectados por el
boom de la producción de agrocombustibles, y la conversión del uso de las
tierras en monocultivos industriales. Millones de indígenas,
afrodescendientes y campesinos viven en estos ecosistemas, y dependen de
ellos. Muchos han sido ya expulsados de sus hogares, a menudo con violencia.
Hoy crece palma aceitera, maíz, caña de azúcar o soja transgénicas en sus
territorios ancestrales. Los impactos indirectos del desplazamiento de
personas son muy serios y deben ser tomados en cuenta. Estos se encuentran
repentinamente obligados a comenzar una nueva vida, casi siempre en
condiciones muchísimo peores, en los suburbios pobres de las grandes
ciudades o villas miseria.
Las preocupaciones de los
campesinos y organizaciones sociales y ambientales latinoamericanas deben
ser tomados en consideración y respetados no sólo por aquellos que elaboran
las políticas globalizadoras, sino también por consumidores y hasta por
ambientalistas. Las políticas de la Unión Europea que promocionan
ampliamente la introducción de agrocombustibles que deben elaborarse a base
de materias primas procedentes de las commodities de estas tierras
supuestamente “marginales”, están olvidando o fallando en valorar a las
poblaciones rurales de los países del Sur, sus modos de vida y los
ecosistemas donde viven y de los que dependen, sus culturas, sus
tradiciones, y así también sus derechos. Estas poblaciones no están
orientadas al mercado global, sino a la producción de alimentos para sí
mismos. Esto es lo que se califica de “marginal” o “deshecho”. En países
como Malasia o Indonesia se habla de la existencia de grandes áreas de
tierras marginales, donde deberán implementarse las plantaciones de palma
africana, pero sin embargo, estos países tienen unas de las tasas de
deforestación más altas del mundo. Todos los sistemas de certificación de
agrocombustibles que aspira a implementar la Unión Europea para la supuesta
utilización de agrocombustibles “sostenibles”, fallan en resolver el
problema de las tierras marginales, sugiriendo simplemente que los cultivos
para agrocombustibles deben implementarse en estas tierras, sin acertar a
definir de un modo claro cuáles son y dónde están.
Retomando la reflexión
acerca de las tierras marginales, nuestra apreciación en el seguimiento que
hacemos de cómo se está desenvolviendo la expansión de los monocultivos, es
que la industria de agrocombustibles tiene sus ojos puestos principalmente
en las mejores tierras, pero de modo intencionalmente confuso se utiliza
este término de “tierras marginales”. Lo que realmente puede observarse, es
que la producción de agrocombustibles está teniendo lugar sobre los
ecosistemas naturales, los sistemas de agricultura local y sobre las propias
comunidades rurales.
Hablamos de Argentina,
donde niños mueren de hambre diariamente en todo el país, de Colombia, donde
la población afrocolombiana está siendo desplazada con violencia y asesinada
por encargo de empresas para hacerse con sus tierras para las plantaciones
de palma; de Brasil, donde la reforma agraria es el principal motivo
de lucha para la población rural. En estos países, ninguna tierra es tierra
marginal.
Caso Argentina: De la Soja a
la Jatropha
En Argentina, algunos
funcionarios del gobierno y empresas intentan promover la jatropha como
cultivo que restaura los suelos y da un aceite reutilizable y no comestible.
La planta a partir de la que se produce este aceite, supuestamente crece en
“tierras marginales”, con una alta productividad y sin competir con la
cadena alimentaria humana ni animal.
El Grupo de Reflexión Rural
GRR, que se ocupa intensamente de los problemas que ocasiona el
agronegocio en el campo argentino, denuncia que estos planes producirán aún
más desplazamientos de campesinos, más concentración de tierras y de riqueza
en pocas manos, además de añadir miles de hectáreas deforestadas a los ya
desaparecidos bosques. “No se limitará a aumentar la pobreza, el hambre, la
tuberculosis, el chagas, la leishmaniasis o la fiebre amarilla, sino que
además, la especie es extremadamente invasiva y su impacto en áreas de
biodiversidad como el Chaco será aún peor que el impacto de la soja
transgénica” denuncia un representante del GRR. Esto significa, que
como ya ha pasado con otros de los cultivos destinados a la producción de
agrocombustibles en Latinoamérica, como la soja, la palma, la caña de azúcar
o el maíz, la introducción de jatropha en el sistema económico, “no
significará mayor desarrollo para las familias campesinas y para las
comunidades, pero incrementará el producto interno bruto que sólo
enorgullece al gobierno, confundiendo una vez más crecimiento con
desarrollo”. El cultivo de la jatropha curcas está por cierto aún prohibido
en Argentina, porque los correspondientes estudios de plagas aún no
han sido efectuados en el país.
La expansión indiscriminada
de los monocultivos de soja y la apertura a la lógica del agronegocio del
mercado mundial, han destruido la coexistencia en el campo argentino entre
grandes terratenientes, pequeños campesinos e indígenas. Los grandes
terratenientes que se asociaron con las multinacionales ganaron la batalla,
y miles de campesinos fueron desplazados en los últimos años del campo
argentino. Mientras el precio internacional de la soja aumentaba, la soja se
extendía más allá de las tierras fértiles, hacia las llamadas “tierras
marginales”, en el norte del país. Ahí vivían campesinos que cultivaban
alimentos, y comunidades indígenas que luchaban por sus derechos
territoriales, de los que dependían para su supervivencia. Esa región tiene
además una de las tasas de biodiversidad más altas del país. Un conflicto de
tierras enorme, que se desenvuelve con violencia, comenzó con la soja, y
continuará con los planes oficiales para implementar la jatropha.
Casos muy recientes de
comunidades afectadas por las situaciones descritas en el norte de Argentina
son la comunidad indígena Wichi, que resiste en contra de la deforestación
de los bosques para dar paso a más expansión de más soja en la región del
bosque seco del Chaco en la provincia de Salta. O el caso de la comunidad
indígena guaraní que fue expulsada violentamente de su tierra por los
productores sojeros, con la complicidad del gobierno de la provincia de
Jujuy. Estas luchas son sólo ejemplos puntuales, pero para nada únicos.
Robo de tierras en Colombia
Nada ilustra de una manera
más clara los conflictos por la tierra y la inexistencia de las tierras
“marginales” que el caso colombiano. En Colombia, existen conflictos
gravísimos por la tierra, que implican muerte, robo, ocupación de las
tierras, militarización y paramilitarización, y una serie larguísima de
violaciones de derechos fundamentales. La revista colombiana Semana, publicó
recientemente una sección especial sobre el tema del robo de las tierras,
donde se afirma que quienes reclaman sus tierras son asesinados, torturados
y amenazados. De las tierras usurpadas apenas se ha devuelto el 1 por
ciento. Algunos habitantes del Chocó intentaron regresar a sus tierras
encontrándose al llegar con la sorpresa de que su pueblo había sido demolido
y en su lugar crecía palma africana. Quince mil personas fueron desplazadas
en este contexto, sólo en el bajo Atrato para la implementación del
megaproyecto agrícola, cuyo "boom" se basa también en el de los
agrocombustibles. Pocos son los que continúan resistiendo desde 1997 en que
comenzó este desplazamiento. Las vidas de los demás ya han sido cambiadas
para siempre, y la ocupación ilegal de 29.000 hectáreas de tierras por
empresarios ha sido reconocida por el Estado colombiano.
En Colombia, desde
hace ya casi dos décadas, parcelas campesinas vienen siendo usurpadas o sus
dueños presionados para venderlas a precios bajos, en un confuso marco
jurídico para presentarlos como “legal”. A pesar de este complejísimo
contexto, el gobierno colombiano habla de que prevé una expansión potencial
de hasta 3.500.000 hectáreas para los cultivos de palma. La pregunta al estado
colombiano sería dónde se localizan estos millones de hectáreas, pues se
menciona la aptitud de suelo y clima y otros factores de producción, pero no
el hecho de que se trata de territorios de pueblos indígenas, comunidades afrocolombianas y campesinas. La revista Semana menciona un millón de
hectáreas de tierras abandonadas en zonas remotas y conflictivas, que
pertenecen a víctimas del conflicto armado; es impensable su ocupación para
el agronegocio, ya que deberían ser restituidas a sus dueños legítimos. De
este modo, más expansión de la palma en Colombia, sólo podrá significar, al
igual que en otras partes de Latinoamérica, más conflictos como los ya
existentes sociales, culturales y económicos, además de los ambientales.
Este es el peligro que supone la expansión de los agrocombustibles sobre
cualquier superficie de tierra, aunque se llame a esta “marginal”.
Guadalupe Rodríguez
Tomado de
Ecoportal
7 de abril de
2009