En la reciente
Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el
Cambio Climático, celebrada en Cochabamba
(Bolivia), se habló ampliamente de una comunidad
muy agredida y maltrecha, y se mostraron hacia
ella constantes referencias de solidaridad y
mensajes de apoyo. Hablaban, claro, del planeta
Tierra, la madre naturaleza o la Pachamama,
sinónimos todos de la más grande comunidad de
vida conocida.
Lo sabemos pero lo ignoramos. La Tierra es un ser vivo, ahora
malherido. Sufre una fiebre constante que, si
continúa progresando, puede generarle algunas
patologías irreversibles. El aire que respira es
cada vez más pobre en oxígeno y así, mal
alimentada, envejece precozmente. Sus arterias
–los ríos, el mar– están contaminadas e
infestadas, lo que le resta energías. Las
células que la conforman –especies vegetales y
animales– corren el riesgo de desaparecer. Y el
ritmo que le exige una de estas especies, la
humana, es tan acelerado que –dicen los
expertos– en menos de 20 años necesitaría una
hermana gemela, un segundo planeta, para ser
capaz de seguir ofreciendo y regalando todo lo
que hoy le exigimos a golpe de perforadora,
arrastrando redes sobre su lecho marino y
envenenando su fina capa de piel –la tierra
fértil– con químicos muy agresivos.
Conscientes de esta realidad, las más de 35.000
personas reunidas en Cochabamba
(mayoritariamente campesinas, indígenas,
pescadoras, miembros de organizaciones
ambientalistas, de mujeres, de movimientos
sociales, etc.) supieron ponerse de acuerdo y
sentar las bases de una estrategia común frente
al cambio climático, a diferencia de lo ocurrido
en Copenhague hace unos pocos meses.
Y así ha quedado
recogido en el llamado Acuerdo de los Pueblos (www.cmpcc.org).
Entre las propuestas sobresale la iniciativa de consensuar
una Declaración Universal de los Derechos de la
Madre Tierra. Fíjense. Si somos capaces de
construir nuestra concepción antropocéntrica,
podremos entender y abrazar un planteamiento biocéntrico (según la terminología que define
Eduardo Gudynas),
donde añadimos a los derechos individuales y
colectivos de los seres humanos –civiles,
políticos, económicos, sociales, culturales y
ambientales– los derechos propios de ese otro
ser, la naturaleza.
No
son aceptables extracciones de
petróleo si atentan contra
comunidades originarias, igual que
no son aceptables técnicas agrícolas
que acaban con ecosistemas de
cualquier orden. |
Pero, decía, nuestras sociedades occidentales,
fundamentalmente, han de hacer un esfuerzo para
que se produzca este cambio de registro, pues
llevamos muchos siglos considerando la
naturaleza como un espacio salvaje que hemos de
dominar para, bajo nuestro control, convertirla
en una despensa supuestamente inagotable para el
disfrute del ser humano. Aquí radica, desde mi
punto de vista, una de las virtudes de la
declaración: corregir un pensamiento que está en
la base de la crisis global actual.
El proyecto de una Declaración de los derechos de la
naturaleza ya tiene antecedentes. Para la nueva
Constitución de
Ecuador,
la Pachamama es “donde se reproduce y realiza la
vida” y “tiene derecho a que se respete
integralmente su existencia y el mantenimiento y
regeneración de sus ciclos vitales, estructura,
funciones y procesos evolutivos” (artículo
72). A partir de esas premisas, la naturaleza
pasa a ser ella misma objeto de derechos, tiene
valor por sí misma, independientemente de la
utilidad o usos que le quiera dar el ser humano
y “toda persona, comunidad, pueblo o
nacionalidad podrá exigir a la autoridad pública
el cumplimiento de los derechos de la
naturaleza”. Y de aquí nace otra de las
iniciativas surgidas en Cochabamba: el Tribunal
Internacional de Justicia Climática y Ambiental,
que podría marcar justicia en aquellas
acciones u omisiones que vulneraran los derechos
de la naturaleza.
Como dice Alberto
Acosta, una constitución (o, en este caso, una declaración) no hace
a una sociedad, sino que es un proyecto político
de vida en común que debe ser puesto en vigencia
con el concurso activo de la sociedad. La
elaboración y supuesta aprobación de esta
Declaración se erigiría, y esta sería su segunda
gran virtud, como eje orientador –como una nueva
ética– para propiciar los cambios estructurales
e impulsar las transformaciones que necesita
nuestra sociedad global.
Sin capacidad para exponerlos todos, resalta la revisión que
forzaría al abandono de las políticas
extra activistas en las que andan ahogadas muchas
economías de los
países del Sur como
suministradores de los países ricos, incluido
también el caso de
Ecuador
que, a pesar de todo, sigue promoviendo la explotación
de petróleo en la
región amazónica, la minería
sin sentido o una agricultura dependiente de los
agroquímicos.
Aunque los seres humanos tenemos derecho a beneficiarnos del
ambiente y las riquezas naturales que nos
permitan un buen vivir (concepto también
indigenista que excluye lujos innecesarios),
este derecho debe ser compatible con los
conjuntos de vida. No son aceptables
extracciones de petróleo si atentan contra
comunidades originarias, igual que no son
aceptables técnicas agrícolas que acaban con
ecosistemas de cualquier orden.
Desde los
países andinos surgen propuestas de una capacidad
transformadora inmensa, que seguro generarán
muchas contradicciones y tensiones frente a la
ideología del progreso imperante que asocia
desarrollo sólo con crecimiento económico.
Incluso puede que parezcan absurdas, como
absurdas les parecía a los grupos dominantes la
emancipación de los esclavos o la extensión de
derechos civiles a los afroamericanos, a las
mujeres y a los niños y niñas.