En espacio de un mes
investigaciones científicas e informes periodísticos coincidieron en colocar en
el debate público un tema del que habitualmente en Argentina no se habla: la
trama de poder tejida por la trasnacional Monsanto.
No debe ser fácil ser científico, por ejemplo ingeniero
agrónomo o biólogo, en la siempre paupérrima academia latinoamericana, y
atreverse a dejar al desnudo, prácticas de transnacionales que “ayudan” con
dinero contante y sonante a sus propios centros de estudio o laboratorios.
Tampoco debe ser sencillo, en el deprimidísimo panorama de
los medios de prensa de la región, cada vez más dependientes de los ingresos por
publicidad, en especial privada, denunciar en un periódico a empresas que pagan
generosas sumas por preciados avisos.
Andrés Carrasco,
director del Laboratorio de Embriología Molecular de la Facultad de Medicina de
la Universidad de Buenos Aires, es consciente de esas dificultades que deben
enfrentar los científicos que no se resignan a que sus investigaciones sean “determinadas por los
grandes intereses económicos”, según dijo a la prensa en estos días.
A mediados de abril pasado, Carrasco, que es también
subsecretario de Innovación Científica y Tecnológica del Ministerio de Defensa
argentino y fue presidente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas (CONICET), difundió los resultados de un largo trabajo sobre los
efectos del glifosato, el herbicida más utilizado en industrias como la sojera,
cuya marca comercial más famosa es Roundup, fabricada por la trasnacional
Monsanto.
La investigación conducida por Carrasco demostró, por
primera vez en laboratorio, las terribles consecuencias sobre embriones de este
herbicida presentado como inocuo por los grandes industriales del sector.
“En realidad yo no descubrí nada nuevo. Sólo
confirmé algo a lo que otros científicos habían llegado antes por otros caminos”
y que “comunidades víctimas del uso de agroquímicos” denuncian hace años, dijo
el biólogo al periodista Darío Aranda, del diario argentino Página 12.
Pero sus
“confirmaciones” tuvieron el efecto de una bomba: sobre Carrasco
llovieron amenazas, intentos de intimidación y una campaña mediática de
desprestigio que tuvo entre sus vectores a algunos de los principales grupos de
prensa de su país.
El biólogo
utilizó en sus experimentaciones, llevadas a cabo sobre embriones anfibios (“un
modelo tradicional de estudio, ideal para determinar concentraciones que pueden
alterar mecanismos fisiológicos que produzcan perjuicio celular y/o trastornos
durante el desarrollo”, incluso en humanos, según precisa la investigación),
dosis de glifosato entre 50 y 1.500 veces inferiores a las empleadas en la
agricultura.
Aun así, los
resultados fueron espeluznantes. En palabras de Carrasco: “Lo que probé
fue lisa y llanamente los efectos devastadores de este agroquímico”. Algunos de
ellos: “se produjo disminución de tamaño embrionario, serias alteraciones
cefálicas con reducción de ojos y oído, alteraciones en la diferenciación
neuronal temprana con pérdida de células neuronales primarias”.
No varió gran
cosa el panorama cuando los científicos del Laboratorio de Biología Molecular de
la UBA expusieron los embriones a dosis de glifosato aun menores,
ultradiluidas, hasta 300.000 veces inferiores a las realmente empleadas para
rociar la soja. A ese nivel, se constataron “malformaciones intestinales y
cardíacas. Alteraciones en la formación y/o especificación de la cresta neural.
Alteraciones en la formación de los cartílagos y huesos de cráneo y cara”.
La conclusión
del estudio no deja demasiado espacio para la duda: “El glifosato puro
introducido por inyección en embriones a dosis equivalentes de las usadas en el
campo entre 10.000 y 300.000 veces menores tiene una actividad específica para
dañar las células. Es el responsable de anomalías durante el desarrollo del
embrión. (…) No sólo los aditivos son tóxicos (…), el glifosato es causante de
malformaciones por interferir en mecanismos normales de desarrollo embrionario”.
Carrasco
relaciona los resultados obtenidos en laboratorio por su equipo con las
denuncias formuladas por víctimas directas del herbicida. Apunta: “Las anomalías
mostradas por nuestra investigación sugieren la necesidad de asumir una relación
causal directa con la enorme variedad de observaciones clínicas conocidas, tanto
oncológicas como de malformaciones reportadas en la casuística popular o
médica”.
Y termina
recordando que si el uso del glifosato, como de otros agrotóxicos, terminó
siendo autorizado en Argentina, como en muchos otros países, no se debió
a estudios científicos serios que probaran su inocuidad sino pura y simplemente
a decisiones políticas.
Una vez que
esta investigación fue conocida, a través de una entrevista realizada a
Carrasco por el periodista Aranda en Página 12, el biólogo fue blanco de
todo tipo de ataques. Para comenzar, intimidaciones varias, como llamadas
telefónicas anónimas, o la “visita” a su laboratorio de cuatro hombres, dos de
los cuales dijeron ser integrantes de la Cámara de Industria de Fertilizantes y
Agroquímicos y los otros dos abogado y escribano. Pretendían “ver los informes,
los experimentos” y maltrataron de palabra a una colaboradora de Carrasco.
Dejaron entrever que el científico iba a ser denunciado.
Simultáneamente, comenzaron a aparecer en medios de gran tiraje e influencia,
como los diarios Clarín y La Nación, en especial en sus suplementos
agropecuarios o rurales, artículos poniendo en duda la seriedad de la
investigación de Carrasco (“un supuesto estudio científico”, se decía en uno de
esos cotidianos, “un estudio de supuesta validez científica”, se afirmaba en el
otro).
Horacio
Verbitsky,
periodista de investigación de larga data y columnista habitual de Página 12,
recordó en este último diario los lazos que Clarín y La Nación mantienen con el
lobby sojero e incluso entre sí, asociados como están -pese a ser competidores
en el mercado comunicacional- en la feria anual Expoagro, “en torno a la cual se
realizan cada año negocios por no menos de 300 millones de dólares vinculados
con los productos transgénicos y sus encadenamientos económicos”.
Mientras
Carrasco salía a responder públicamente a las amenazas recibidas, denunciaba
“la virulencia y la agresividad enormes” de sus detractores (a los que se había
ya sumado otra Cámara, la de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes), tomaba
estado público otra investigación, esta vez de un ingeniero agrónomo, que
establecía un estrecho vínculo entre el empleo del glifosato y otros herbicidas
similares y la expansión del mosquito transmisor del virus del dengue y de la
fiebre amarilla.
El estudio, a
cargo de Alberto Lapolla, muestra cómo en aquellas zonas de la región
donde la soja tiene una presencia mayor, y por ende donde más se recurre a
fumigaciones con glifosato y otros agrotóxicos (paraquat, endosulfán, atrazina,
etcétera), es también donde más casos de dengue y fiebre amarilla se han
reportado. Grosso modo, indica Verbitsky citando la investigación de
Lapolla, el mapa
latinoamericano del dengue coincide con el de lo que en 2003 la trasnacional
agroquímica Syngenta llamara alegremente “la República Unida de la Soja”:
Bolivia, Paraguay, Argentina, Brasil y el más tardíamente incorporado Uruguay.
La
coincidencia de ambos contornos no es antojadiza. Los herbicidas como el
glifosato, subraya el ingeniero agrónomo en su trabajo, “matan peces y anfibios,
sapos, ranas, escuerzos, etcétera, es decir los predadores naturales de los
mosquitos, de los que se alimentan tanto en su estado larval como de adultos”.
Monsanto
estaría analizando, según versiones de prensa, posibles acciones judiciales
contra Lapolla y su equipo, cuya idoneidad seguramente alguno de sus
propios colegas, o algún lobista de las empresas del sector, o tal vez algún
periodista “especializado”, pondrá próximamente en duda, como es habitual en
estos casos.
Curiosamente,
un tercer hecho colocó en estas últimas semanas a la trasnacional basada en el
estado de Missouri en la escena pública argentina (y hasta un cuarto, si se toma
en cuenta la reciente presencia en Buenos Aires de la periodista de
investigación francesa Marie Monique Robin para promover su libro El
mundo según Monsanto).
El tercer
hecho en cuestión fue la polémica que estalló en el medio académico luego que se
supo que Monsanto, y en
menor medida otras multinacionales agroquímicas, como Syngenta y Pionner,
donaron a la Facultad de Ciencias Agrarias de la ciudad de Rosario, en la
provincia de Santa Fe, más de 300 mil dólares para montar un laboratorio de
genética vegetal y equipamientos varios.
La decana de
esa facultad, Liliana Ramírez, no vio en principio nada de sospechoso en
la donación, que puede redundar, según dijo, en “un mutuo beneficio” para la(s)
empresa(s) y el centro de estudios (después de todo, “el conocimiento científico
es neutro”, consideró).
No fue de la
misma opinión el rector de la Universidad Nacional de Rosario, Darío Maiorana.
"La investigación científica universitaria debe estar orientada al beneficio de
la comunidad", y de neutra nada tiene (“debe ser independiente, y si es
independiente no es neutra”) dijo el jerarca, que elevó el caso al Comité de
Ética de la Universidad para que se pronuncie sobre el fondo del asunto.
Los docentes
de esa institución ya tomaron partido. "Cuando el orgullo del desarrollo
tecnológico de la universidad pública cuesta lo que vale, vender el alma al
diablo es verdaderamente lamentable y altamente peligroso”, señala un comunicado
del sindicato de profesores. Y su secretario, Gustavo Bruffman, dijo a la
prensa: “Que Monsanto sea quien subvencione nuestra formación para la
destrucción de los suelos, y por lo tanto de comunidades enteras por medio del
modelo sojero impuesto, es un crimen que se está consumando por medio de la tan
mentada responsabilidad social empresaria”.
Años atrás, un
debate intraacadémico similar se había producido cuando se conoció un convenio
entre Monsanto (otra vez ella) y el CONICET para la convocatoria a
un concurso de proyectos en el área de biotecnología y medio ambiente. Llamado a
intervenir, el Comité Nacional de Ética en Ciencia y Tecnología, situado en la
órbita del Ministerio de Educación, estimó entonces “inconveniente” la
asociación de una institución pública con empresas privadas “objeto de
cuestionamientos éticos por sus responsabilidades y acciones concretas en
detrimento del bienestar general y el medioambiente”.
El poder de
Monsanto en un país “sojizado” al grado en que lo está Argentina es
incalculable, considera Andrés Carrasco. “Lo que sucede en este plano en
Argentina es casi un experimento masivo”, agregó, destacando las redes de
complicidades existentes entre grandes empresas, poder político y buena parte
del medio científico.
¿Por qué
eligió la difusión de su investigación por un medio de prensa, en vez de por una
revista especializada?, le preguntó a Carrasco el periodista Aranda.
Y el biólogo respondió: “Porque no hay canales institucionales confiables que
puedan receptar investigaciones de este tipo, con poderosos intereses en contra.
Entonces la decisión personal fue hacerla pública, ya que
no existe razón de Estado ni
intereses económicos de las corporaciones que justifiquen el silencio cuando se
trata de la salud pública.
Cuando se tiene un dato que sólo le interesa a un círculo pequeño, se lo puede
guardar hasta tener ajustado hasta el más mínimo detalle y lo canaliza por
medios para ese pequeño círculo, pero cuando uno demuestra hechos que pueden
tener impacto en la salud pública, es obligación darle una difusión urgente y
masiva”.
Cuando en el verano austral de
1996, el gobierno argentino de la época permitió la producción de soja
transgénica resistente al glifosato, fabricada en los laboratorios de Monsanto,
al igual que el propio herbicida, lo hizo en tiempo récord, en apenas 81 días,
salteándose procedimientos legales, estudios técnicos supuestamente obligatorios
y otros requisitos, y pasando por encima de serias objeciones formuladas por
dependencias estatales, recuerda a su vez en su nota Horacio Verbitsky.
De los 136 escuetos folios con que contaba el expediente de marras, la enorme
mayoría, unos 108, eran trascripción de estudios de Monsanto y estaban en
inglés. Y allí se citaba una resolución judicial que todavía no se había
producido.
Una gigantesca
farsa. Y Argentina era entonces apenas un país en vías de sojización. Hoy
está en los primeros lugares mundiales en la materia…
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