Claudia apura el
paso. Está llegando retrasada al encuentro con sus amigas. Quedaron a las cinco
de la tarde y ya son las cinco y veinte; es que costó mucho el maquillaje, tapar
esas marcas no fue sencillo. Especuló con faltar al encuentro, pero sabía que
compartir una tarde con las chicas la haría sentirse bien, le daría un poco de
oxígeno a tanto encierro. Además, si ya recibió el castigo por tomarse un par de
horas esa tarde, ¿por qué perdérselo?
-¡Qué calor!
–piensa, mientras camina deprisa y transpira demasiado. Seca constantemente el
sudor para evitar que la base de maquillaje desaparezca y salga a la luz la
muestra de una mañana de dolor. Claudia está acostumbrada, pero qué pensarían
sus amigas si descubrieran que esa pareja “socialmente” ideal esconde una
realidad completamente distinta. Seguramente cuestionarían a Juan, que no es un
mal hombre, simplemente está nervioso con esta situación de la empresa, y ella,
por momentos, provoca su ira.
Al fin llega a la
confitería. Por la vidriera las ve a todas: Marta, siempre tan elegante, la
única del grupo que logró sobresalir ocupando ese cargo en el Ministerio;
Susana, siempre fue la mas divertida, a veces un tanto descontrolada, haciendo
lo que le venga en ganas, sin darle explicaciones a nadie, cualquiera la
calificaría como una mujer “libre”; y Ángela, nunca tan bien puesto el nombre,
un ángel, una esposa ideal, una madre abnegada, feliz con sus cuatro hijos.
Abre la puerta y
siente que todas las miradas se dirigen a ella. Vuelve a pasar el pañuelo por su
rostro, rogando que el maquillaje resista en este tórrido diciembre. Abrazos y
besos por el reencuentro. Susana le reprocha que no responda a sus llamados,
-Es que se me pasa
la hora con todas las tareas que tengo –reconoce Claudia.
Piden gaseosas frías
para mitigar el calor. Al principio es un comentario encima de otro, parece que
no se escucharan, se mezclan las conversaciones, se ríen, recuerdan las viejas
anécdotas del Secundario, esas que con cada encuentro parecen cobrar vida. Luego
empiezan a contarse las novedades. Ángela exhibe sus caderas anchas, otro bebe
en camino, y ahí surgen las bromas,
-¿Acaso no tienen
televisor? -pregunta Marta.
Todas ríen. Susana
mira fijamente a Claudia y pregunta:
-¿Qué te pasó en el
ojo?
Claudia miente y no
puede evitar sonrojarse.
-Me golpeé con la
puerta de la alacena...
Silencio. Miradas
que se cruzan. Nadie le cree. Fue una excusa demasiado tonta. Claudia se
arrepiente de no haber premeditado una mejor, pero ya es tarde para inventar
otra. El aire se corta con una navaja. Susana vuelve a la carga:
-¿Segura? Eso parece
un golpe.
Claudia intenta reír
para disimular, pero esa mueca grotesca que pretendió ser una carcajada se
convierte en llanto.
-Es que soy una
tonta. Juan está con tantos problemas de trabajo… y yo lo pongo nervioso… pero
no es su culpa, soy yo…
Otra vez el
silencio. Marta arranca con el consabido discurso de que no puede permitirlo,
que ella merece una vida mejor, que nada puede justificar los golpes.
Claudia escucha sin
hablar, o mira sin hablar, porque en realidad no escucha. No lo conocen a Juan.
Es un buen hombre y no quiere lastimarla. Todas opinan, Claudia sólo llora, como
siempre, y eso es lo que tanto enfurece a su hombre, que llore.
Cada una de sus
amigas le indica lo que debería hacer: una dice que la solución es la terapia,
otra la separación, un amante, consultar con una bruja, devolver la misma
violencia…
Claudia respira
profundo. Las palabras le golpean la garganta y hacen fuerza, pero ella las
retiene, las mastica y las vuelve a tragar. Pero la lucha continúa, las palabras
intentan liberarse y Claudia vuelve a tragarlas, hasta que todas se agolpan y,
en un descuido, brotan como de un volcán:
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