El
periodista y escritor colombiano Hernando Calvo Ospina, colaborador
habitual de Le Monde Diplomatique, publicó la pasada semana en ese
periódico este artículo referido a la Masacre de las Bananeras
ocurrida en Ciénega, Magdalena, que compartimos a continuación.
La Masacre de las Bananeras*
No ha sido la imaginación del colombiano Gabriel García
Márquez, premio Nobel de Literatura. No. Lo que narró sobre ello
en su obra cumbre, “Cien años de Soledad” es la absoluta y triste
verdad. La matanza y represión a los obreros comenzó a la madrugada
del 6 de diciembre de 1928, y sólo se detuvo como tres semanas
después. Fue en las plantaciones bananeras de la United Fruit
Company, en el Caribe colombiano. Así fueron los primeros pasos
del terrorismo de Estado colombiano…
En Colombia, con las primeras luces del Siglo XX los
yacimientos de petróleo, oro, platino y otros preciosos metales eran
casi regalados a empresas estadounidenses e inglesas. A sociedades
de estas naciones les eran entregados extensos territorios para la
explotación sin moderación de banano, cacao, tabaco y caucho. Con
el beneplácito del gobierno, el personal empleado por estas
compañías era tratado como en la época de la colonia.
La industrialización iniciada en aquellos primeros 20 años
dio nacimiento a una burguesía urbana, y asimismo a un sector obrero
que comenzó a reclamar mejoras sociales. Siguiendo su ejemplo,
campesinos, indígenas y artesanos también procuraron organizarse.
Estos incipientes movimientos reivindicativos dieron paso a las
primeras organizaciones sindicales y políticas.
Ese embrionario proceso organizativo recibió un aliciente
externo decisivo. En octubre de 1917 se produjo la Revolución de
Octubre en Rusia, liderada por Vladimir Lenín, y la
conformación de la Unión Soviética, estableciéndose la
primera experiencia de construcción del socialismo.
En la madrugada del 6,
completamente borracho, el militar leyó el decreto
frente a la multitud que se encontraba durmiendo en la
plaza |
Este acontecimiento pasaría a influir de manera determinante
en el pensamiento político y social mundial, como lo había hecho la
Revolución Francesa en 1789. Colombia no podía ser la
excepción, menos cuando la palabra “socialismo” no era desconocida
en círculos de la intelectualidad liberal.
Ahora la igualdad social se veía como posibilidad. A base de
movilizaciones y huelgas se fueron logrando derechos y concesiones
inimaginables unos años antes, siendo los obreros petroleros de la
Tropical Oil Company quienes estuvieron en la vanguardia de
la lucha.
A los ojos del gobierno conservador, de la oligarquía y de la
jerarquía eclesial -la mayor latifundista de la nación-, toda la
organización y el descontento social eran prueba de la existencia de
un complot comunista internacional para acabar con sus propiedades y
vidas.
Su paranoia aumentó cuando en 1926 se creó el Partido
Socialista Revolucionario, alternativa a los partidos tradicionales,
Liberal y Conservador. Aunque un sector importante de la
intelectualidad liberal favorecía los cambios sociales, no por
establecer el socialismo, sino por modernizar un Estado que manejaba
al país como un mayordomo1.
La reacción
de los conservadores
Desde el gobierno, el Parlamento, los púlpitos y periódicos,
las prédicas no daban tregua contra la “subversión bolchevique”.
Aterrorizados, la dirección conservadora y los jerarcas católicos
decidieron actuar estratégicamente.
A mediados de 1927 el ministro de Guerra, Ignacio Rengifo,
un intelectual que antes se había declarado “revolucionario”,
expresó: “Al amparo del ambiente de amplia libertad que se respira
en el territorio colombiano, no pocos nacionales y extranjeros por
su propia cuenta, o en calidad de agentes asalariados del gobierno
soviético, hacen por doquier activa y constante propaganda
comunista”2.
Rengifo
fue el principal inspirador de la Ley de Defensa Social, más
conocida como “Ley Heroica”. Promulgada en octubre de 1928, ésta
marcó la pauta en la concretización de un marco teórico altamente
represivo.
Con ella Colombia se adelantó a los teóricos de las
guerras colonialistas europeas y estadounidenses, formulando una
doctrina destinada a combatir lo que se conocerá a inicios de los
años 60 como “enemigo interno”.
La Ley inscribía como “subversiva”
la acción reivindicativa, política y social de los sindicatos y
organizaciones populares nacientes.
La United Fruit y el poder
Finalizando el Siglo XIX la empresa estadounidense United
Fruit Company se había instalado en Santa Marta, en el Caribe
colombiano. El gobierno no sólo le hizo entrega de extensos
territorios, sino de privilegios que no tenían otras empresas
extranjeras. La United pasó a funcionar y actuar en la
inmensa región como una república independiente.
Para 1927, más de 25 mil personas
trabajaban en las plantaciones de la United, con jornadas de doce
horas mínimo.
Los obreros no recibían salarios en dinero:
se les entregaban bonos que
únicamente podían ser utilizados en las tiendas de la empresa a
cambio de productos transportados desde Estados Unidos en los barcos
que habían llevado el banano.
Además de no contar con asistencia médica, los trabajadores
dormían amontonados en barracas insalubres. Existía un sistema de
contratistas intermediarios como único vínculo laboral, y así la
frutera se desatendía de las obligaciones básicas con los
trabajadores. Buscando remediar esto, el sindicato presentó un
Pliego de Peticiones.
Las negociaciones, que no avanzaban, se estancaron cuando se
aprobó la Ley Heroica. La United rechazó el Pliego al
considerarlo subversivo. A los trabajadores no les quedó otra
alternativa que ir a la huelga el 12 de noviembre de 1928. La
consigna era: “Por el
obrero y por Colombia”.
Lógicamente, el movimiento fue catalogado como “subversivo”
por el gobierno, la iglesia católica y la prensa. Se aseguró que
“agentes de Moscú” habían desembarcado clandestinamente para
preparar la insurrección.
¡Mátenme a estos comunistas!
Los directivos de la United exigieron al gobierno la
presencia del Ejército. Inmediatamente, el presidente Miguel
Abadía Méndez declaró el Estado de Sitio en la zona, encargando
al general Carlos Cortés Vargas de acabar con la “banda de
malhechores”.
El 16 de enero de 1929,
el diplomático estadounidense Jefferson Caffery reportó
al Departamento de Estado: “Tengo el honor de informar
que el representante de la United Fruit Company en
Bogotá me dijo ayer que el número de huelguistas muertos
por las fuerzas militares colombianas pasa de un mil” |
El centro de mando militar se ubicó en las dependencias de la
compañía, donde la oficialidad tenía a disposición licores,
cigarrillos, un salario, y la posibilidad de realizar grandes
bacanales con las prostitutas “recogidas” en la región3.
Se debía proteger en prioridad la vida de los directivos de
la United, todos estadounidenses, pues se decía que los
trabajadores los iban a degollar junto a sus familias.
El clima laboral se deterioró y los trabajadores realizaron
mítines permanentes y bloqueos de la vía ferroviaria por donde iba
el banano al puerto.
El 5 de diciembre los huelguistas fueron convocados a la
población de Ciénaga con el pretexto de recibir al Gobernador, quien
supuestamente iba a participar en la negociación. Pero nunca llegó.
En su lugar estuvo el general Cortés Vargas, quien, a las
23:30 expidió el decreto que ordenaba disolver “toda reunión mayor
de tres individuos” y amenazaba con disparar “sobre la multitud si
fuera el caso”.
Pero dos horas después, en la madrugada del 6, completamente
borracho, el militar leyó el decreto frente a la multitud que se
encontraba durmiendo en la plaza. Al finalizar, mientras algunos
huelguistas gritaban “¡Viva Colombia!”, “¡Viva el Ejército!”,
y se negaban a desalojar la plaza, ordenó a la tropa disparar las
ametralladoras emplazadas sobre los techos4. Posteriormente, el militar dijo: “Era menester cumplir la
ley, y se cumplió”.
Se ha calculado que había allí unos 5 mil campesinos, muchos
acompañados con sus mujeres e hijos, rodeados por 300 soldados.
Los que no murieron instantáneamente fueron rematados a
bayoneta, o se les enterró heridos pero vivos en fosas comunes. En
los trenes de la empresa se embarcaron centenares de cadáveres que
fueron llevados hasta el mar, donde se desecharon como al banano de
mala calidad. Tal como contara García Márquez en “Cien años
de soledad”.
Se decretó la persecución para todos aquellos que quedaron
vivos, sin diferenciar si trabajaban o no para la United.
Otros cientos fueron brutalmente golpeados y encarcelados, mientras
a los líderes se les juzgaba rápidamente en tribunales militares.
La matanza duró varios días, hasta
que la noticia se expandió por el país a pesar de la censura de
prensa instaurada, y empezaron las movilizaciones de protesta.
Para la United y el gobierno las cosas seguían como si
nada hubiera pasado, al punto que el general Cortés firmó por
los obreros un “arreglo laboral”. Algunos trabajadores se
organizaron en una especie de guerrilla y quemaron plantaciones,
sabotearon los servicios telegráfico y eléctrico y cortaron las
carrileras de la empresa. La zona estuvo militarizada casi un año.
El general Carlos Cortés Vargas reconoció nueve
muertos. El gobierno 13 y 19 heridos. El 16 de enero de 1929, el
diplomático estadounidense Jefferson Caffery reportó al
Departamento de Estado: “Tengo el honor de informar que el
representante de la United Fruit Company en Bogotá, me dijo
ayer que el número de huelguistas muertos por las fuerzas militares
colombianas pasa de un mil”.
La
denuncia de Jorge Eliécer Gaitán
Pero la comisión de investigación del Congreso, encabezada
por Jorge Eliécer Gaitán, descubrió fosas comunes, por lo
tanto es seguro que las víctimas fueron más de 1.500.
El militar explicó su decisión argumentando que existía una
situación insurreccional que podría llevar a que tropas
estadounidenses desembarcaran para proteger los intereses de la
frutera. Y él quiso evitar una invasión a Colombia.
El Presidente de la República felicitó al general Cortés
Vargas por haber salvado al país de la anarquía. Mientras el
editorial del diario liberal El Tiempo del 17 de diciembre decía: “Resta
averiguar si no hay medidas preferibles y más eficaces que las de
dedicar la mitad del Ejército de la República a la matanza de
trabajadores.”
Durante la presentación de la investigación parlamentaria, en
septiembre 1929, Jorge Eliécer Gaitán, en una enardecida
denuncia, señaló a la oligarquía como responsable de la masacre. Del
clero dijo: “Aquellos
misioneros de Cristo son fariseos que traicionan su doctrina,
descuidan sus deberes para entrar en la palestra de las menesterosas
luchas políticas, terrenas e interesadas”.
Los que no murieron
instantáneamente fueron rematados a bayoneta, o se les
enterró heridos pero vivos en fosas comunes. En los
trenes de la empresa se embarcaron centenares de
cadáveres que fueron llevados hasta el mar, donde se
desecharon como al banano de mala calidad. Tal como
contara García Márquez en “Cien años de soledad”. |
Gaitán
constataría que se había aplicado contra los huelguistas, en favor
de los intereses estadounidenses, la política del “enemigo interno”:
“No es que yo niegue que una gran agitación de justicia social
recorre de uno a otro extremo del país para todos los espíritus.
Ella existe, pero no como fruto del comunismo, sino como razón vital
de un pueblo que quiere defenderse contra la casta de los políticos
inescrupulosos (…)
Así proceden las autoridades colombianas cuando se trata en
este país de la lucha entre la ambición desmedida de los extranjeros
y de la equidad de los reclamos de los colombianos (…) Naturalmente,
no hay que pensar que el gobierno ejerció ninguna presión para que
se reconociera la justicia de los obreros.
Estos eran colombianos y la compañía
era americana, y dolorosamente sabemos que en este país el gobierno
tiene para los colombianos la metralla homicida, y una temblorosa
rodilla en tierra ante el oro americano”5.
La matanza de las bananeras no generó ninguna responsabilidad
penal ni política. El general Carlos Cortés Vargas fue
ascendido a director de la Policía Nacional. Aún ostentaba ese cargo
cuando fue destituido, no por la Masacre de las Bananeras sino por
el asesinato de un joven, el 8 de junio de 1929, durante una
protesta callejera en Bogotá.
Era un estudiante de la élite bogotana e hijo de un amigo del
presidente Abadía Méndez. La oligarquía y el alto clero se
escandalizaron. Por igual motivo también fue destituido el ministro
Rengifo, el que antes había sido elogiado como el hombre
providencial del régimen.
Desde ese momento se demostró la asimetría moral y política
del sistema que se construiría en Colombia.
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