El legado de Copenhague no se agota con
la catástrofe de la conferencia oficial. Allí
también se congregaron decenas de miles de voces
de todo el Planeta bajo un nuevo denominador
común, independientemente de la edad, el color,
el sexo o las ideologías tradicionales. Dos
eslóganes resumen su identidad: “¡No existe un
Planeta B!” y “Hay que cambiar la política, no
el clima”. Los 100.000 manifestantes del 12 de
diciembre de 2009 por las calles de la capital
danesa simbolizan la emergencia de un nuevo tipo
de ciudadanía global, que, sin renunciar a su
bagaje cultural e histórico particular, prioriza
la defensa de los bienes comunes de la Humanidad
como el clima respirable. Y exige la
institucionalización de un nuevo tipo de
derechos, los de la Naturaleza y el de
supervivencia de la Humanidad y de las
comunidades indígenas amenazadas por el
industrialismo y las transnacionales,
mayoritariamente de tipo capitalista neoliberal
pero no sólo, como en el caso chino. En el
fondo, la demostración masiva, multicolor y
pacífica de Copenhague, constituye el
nacimiento de un nuevo sujeto político que va
más allá de la protesta que empezó en Seattle
en 1999. Ante el caos y la amenaza global contra
las condiciones de supervivencia de la humanidad
en su conjunto, se trata de vertebrar y dar
empuje a un nuevo cosmopolitismo, en el sentido
que ha teorizado el sociólogo Ulrich
Beck1.
Es decir, empezar a exigir derechos comunes en
calidad de ciudadanos y ciudadanas del Planeta
antes que como chinos, bangladesíes,
dominicanos, nigerianos o brasileños.
Nnimmo Bassey2,
el portavoz nigeriano de Amigos de la Tierra
Internacional y uno de los oradores más
inspirados en el Klimaforum alternativo a
la cumbre oficial, resumía este renacer del
movimiento por una globalización justa en tres
palabras: “Resistir, movilizar, organizar”. Para
salir, precisamente, del marasmo de
Copenhague tenemos que poner el acento en la
idea de organización. Más allá de la
imprescindible resistencia y protesta,
necesitamos convertir rápidamente esta nueva
confluencia de iniciativas ecologistas,
antiglobalización, indigenistas, pro Sur
y un largo etcétera en un movimiento plural pero
influyente. Necesitamos tener capacidad de
iniciativa a partir de alternativas viables que
busquen apoyos cada vez más amplios para poder
acelerar las transformaciones radicales que
permitan proteger el clima común incrementando
la justicia global.
Sin duda, entre las prioridades a la hora de
apoyar la consolidación de este contrapoder
social global, destaca la urgencia de ampliar el
apoyo ciudadano sin fronteras. Ello es
especialmente crucial en el Sur, el
hemisferio más poblado y vulnerable, donde a
veces faltan clamorosamente las libertades
democráticas básicas (caso de China, el
primer emisor mundial de gases invernadero) y
donde en todo caso la toma de conciencia sobre
el impacto desigual del cambio climático es más
incipiente. Se trata de ganar centralidad
política y ciudadana en ambos hemisferios. Aquí
podría ayudar mucho el trabajo en dos ámbitos
clave:
La regionalización de los impactos y previsiones
del cambio climático en marcha, relacionando los
datos científicos con las condiciones de vida
resultantes y los riesgos migratorios.
Pasar de una información abstracta del peligro
global del cambio climático para el Planeta a
una comprensión del grave impacto regional
cercano tomando en consideración
prioritariamente el futuro económico y de
bienestar de las comunidades puede catalizar un
rápido crecimiento de la movilización en áreas
tan vulnerables como el Sudeste
asiático, América Central y el
Caribe o el África subsahariana
y el Mediterráneo.
La focalización estratégicas en algunos
objetivos cruciales a conseguir a corto y medio
plazo,
como, por ejemplo:
-
Penalizar el transporte a precios irrisorios
de mercancías y personas alrededor del
globo.
Hay que avanzar hacia la “desglobalización”
de los flujos de transporte que permiten
deslocalizar masivamente la producción
empeorando si cabe las condiciones laborales
locales y los riesgos ambientales globales.
Si el petróleo es la sangre de la
globalización, su alma es el transporte y
por ello el Norte industrialista y
sus transnacionales consiguieron que en
Kioto quedara al margen de cualquier
reducción de emisiones. El transporte de
mercancías mediante containers marítimos y
el turismo internacional aéreo (sólo este
supone hasta el 14 por ciento de las
emisiones globales) deben gravarse
fuertemente mediante ecotasas disuasorias
que reviertan en la transferencia de
tecnologías limpias y dinero suficiente para
que las regiones más vulnerables puedan
protegerse del deterioro climático.
Naturalmente, esta medida afectaría
drásticamente a las emisiones de China
y los EE.UU, con unas
economías basadas en el máximo fomento de
emisiones (una convirtiéndose en la fábrica
sucia y artificialmente barata del mundo y
los otros en un imperio parasitario que vive
del consumo de bienes lejanos,
climáticamente letales).
-
Preservar los bosques, con especial énfasis
en los tropicales, asegurando la
supervivencia y los derechos de las
comunidades indígenas,
teniendo en cuenta que la deforestación
supone más del 20 por ciento de las
emisiones letales y que fue el otro gran
olvidado en Kioto. No hay que
confundir la protección de la biodiversidad
con el nuevo proyecto de solución neoliberal
llamado REDD (Reducción de Emisiones
por Deforestación y Degradación de los
Bosques) promovido en Copenhague por
el Banco Mundial y los
estados del Norte con
entusiasmo. La realidad es que, si bien
mejoran la ingeniería contable de las
transnacionales, permiten seguir
contaminando en el resto del Planeta
mientras se siguen esquilmando los bienes
del Sur y desposeyendo de tierras y
derechos a sus gentes. En cambio, resulta
imprescindible apoyar y multiplicar las
iniciativas que tienen en cuenta tanto la
biodiversidad tropical como las comunidades
indígenas siguiendo las esperanzadoras
propuestas de la Global Forest
Coalition3.
-
Asegurar niveles de reducción y
ambientalización suficientes
(disminuyendo las emisiones como mínimo un
40 por ciento respecto a 1990 para 2020)
en sectores centrales de producción y
consumo en el Norte y en los países
emergentes como China, Brasil o India, a
saber: la desconexión rápida de las energías
fósiles (carbón, petróleo) y el apoyo masivo
al despliegue de las energías limpias
(solar, eólica); el transporte fósil y
privado en beneficio del transporte
colectivo y ecológico; la transferencia de
turismo aéreo hacia el marítimo y
ferroviario; el apoyo masivo a la
agricultura de cercanía y ecológica o la
renovación urbana a favor de sistemas de
aislamiento y construcción amables con el
clima.
-
Reclamar el resarcimiento urgente de la
“deuda climática” para con el Sur a partir
de la realidad de que el 70% de las
emisiones históricas desde la Revolución
Industrial han sido responsabilidad del
Norte.
Esta reparación debe ir paralela a la
prohibición de los “mercados del carbono”,
es decir, del tráfico especulativo de
derechos de contaminación dominado por los
grandes estados e industrias contaminantes.
Obviamente, y por justicia climática, los
beneficiarios de esta transferencia
económica y tecnológica deberían ser,
prioritariamente, las regiones más
vulnerables y con menos emisiones históricas
per cápita (desde los microestados insulares
de la AOSIS hasta Centroamérica
y el Caribe o Bangladesh), el
Sur más desfavorecido y no los
estados emergentes.
Paralelamente a esta popularización mundial del
movimiento por la justicia climática hay que
establecer y profundizar las alianzas entre el
Sur y entre este y el Norte sobre
una base regional y local. Las diferencias
interculturales y sociopolíticas deben ser
tomadas en consideración para poder establecer
redes de iniciativas y de apoyo mutuo que
permitan avanzar rápidamente hacia soluciones
globales como las citadas. El ejemplo de los
miles de personas reunidas de todos los
continentes en el Klimaforum, la llamada
“conferencia climática popular”, en el mismo
Copenhague, constituye la semilla del
horizonte posible4.
La idea sería fomentar la asociación
interregional en el Sur (en las regiones
más vulnerables y necesitadas de una verdadera
acción concertada como Centroamérica y el
Caribe) así como las alianzas de
cooperación climática directa entre el Norte
y el Sur a escala urbana o regional
porque no podemos esperar a un dudoso acuerdo
global por unanimidad en la ONU para
preservar el clima. Estas dinámicas permitirían
poner en marcha planes concretos de solarización
y protección ante el cambio climático en los dos
hemisferios, capacitando técnicamente y
socialmente a ambas partes, y podrían
desencadenar un efecto emulación que
incrementaría la presión a los dirigentes
políticos e industriales responsables del
bloqueo de la acción a favor del clima común.
Además, vista la comprometida posición del
bloque de la AOSIS, la correosa y
sorprendente postura común africana o la doble
representación (en la sede oficial del Bella
Center y en el Klimaforum) de gobiernos
como Bolivia y Ecuador, estas
alianzas deben superar la frontera entre
organizaciones no gubernamentales y
administraciones. Plantearse influir la
políticamente, incluida la perspectiva
gubernamental, refleja la madurez del movimiento
por la justicia global y responde a la situación
de emergencia planetaria que vivimos. Conseguir
que estos gobiernos encuentren aliados en sus
homólogos del Norte mientras llega un
acuerdo global vinculante podría ser una de los
elementos decisivos para superar la pesadilla de
Copenhague.
Finalmente, el movimiento mundial por la
justicia climática tiene que ser creativo. Ante
una crisis de civilización sin precedentes,
necesitamos experimentar nuevas soluciones,
aunque se cometan errores o algunas iniciativas
se demuestren inconsistentes o insuficientes.
Por ello, hay que ser ambiciosos y no tener
miedo a exigir medidas justas como el fin de los
mercados del carbono o la regulación pública
internacional sobre las transnacionales, estados
y sectores contaminantes en forma de ecotasas o
enjuiciamiento criminal. En este sentido, la
propuesta del gobierno boliviano ante las
Naciones Unidas de crear un Tribunal
Penal Internacional sobre crímenes climáticos
contra la humanidad, merece todo el apoyo.
Igualmente, la introducción en la nueva
constitución ecuatoriana de los derechos
fundamentales de Pachamama, la Madre Tierra, y
las comunidades indígenas, se sitúa en la
vanguardia de nuestras alternativas. Que esto se
empiece a concretar en actuaciones tan
innovadoras como el proyecto Yasuní-ITT que
permitirá ahorrar las emisiones de CO2
equivalentes al consumo de petróleo de España,
protegiendo la selva tropical y dando poder a
las comunidades indígenas que viven ahí, gracias
al apoyo financiero de gobiernos del Norte y
aportaciones privadas, demuestra que el Sur
puede ofrecer soluciones nuevas ahorrándose el
camino de copiar el “desarrollo” sucio del
Norte.
Cultivar y compartir estas cuatro prioridades no
haría más que fortalecer el margen de influencia
y organización de esta semilla de ciudadanía
global que constituye la mejor herencia de
Copenhague. Por el futuro de nuestra especie
y por justicia con la mayoría de la actual
humanidad, es hora de protestar y organizarse
antes de que sea demasiado tarde.