Hace 30 años la humanidad
tenía un problema, la ciencia tenía
una fascinación y la
industria tenía una oportunidad.
Nuestro problema era la
injusticia. Las masas de hambrientos crecían y al mismo tiempo la cantidad de
campesinos y agricultores menguaba. La ciencia, mientras tanto, estaba fascinada
por la biotecnología, la idea de que podríamos manipular genéticamente los
cultivos y el ganado (y la gente) para insertarle características que
supuestamente superarían todos nuestros problemas.
La industria de los agronegocios
vio la oportunidad de extraer las enormes ganancias latentes en toda la cadena
alimentaria. Pero el sistema alimentario tremendamente descentralizado les
impedía llenarse los bolsillos. Para remediar esta enojosa situación había que
centralizarlo.
Todo lo que la industria tuvo
que hacer fue convencer a los gobiernos de que la revolución biotecnológica
podía poner fin al hambre sin hacer daño al ambiente. Pero, dijeron, la
biotecnología era una actividad con demasiado riesgo para pequeñas empresas y
demasiado cara para investigadores públicos.
Para llevar esta tecnología al
mundo, los fitomejoradores públicos tendrían que dejar de competir con los
fitomejoradores privados. Los reguladores y controles antimonopolios tendrían
que mirar para otro lado cuando las empresas de agroquímicos se apoderaran de
las empresas de semillas, que a su vez compraron otras empresas de semillas. Los
gobiernos tendrían que proteger las inversiones de las industrias otorgándoles
patentes, primero sobre las plantas y luego sobre los genes. Las
reglamentaciones de inocuidad para proteger a los consumidores, ganadas
arduamente en el transcurso de un siglo, tendrían que rendirse ante los
alimentos y medicamentos modificados genéticamente.
La industria obtuvo lo que
quiso. De las miles de compañías de semillas e instituciones públicas de
mejoramiento de cultivos que existían 30 años atrás, ahora sólo quedan 10
transnacionales que controlan más de dos tercios de las ventas mundiales de
semillas, que están bajo propiedad intelectual. De las docenas de compañías de
plaguicidas que existían hace tres décadas, 10 controlan ahora casi 90 por
ciento de las ventas de agroquímicos en todo el mundo. De casi mil empresas
biotecnológicas emergentes hace 15 años, 10 tienen ahora los tres cuartos de los
ingresos de esa industria. Y seis de las empresas líderes en semillas son
también seis de los líderes en agroquímicos y biotecnología.
En los pasados 30 años, un
puñado de compañías ganó el control sobre una cuarta parte de la biomasa anual
del planeta (cultivos, ganado, pesca, etcétera), que fue integrada a la economía
de mercado mundial.
Actualmente, la humanidad tiene
un problema, la ciencia tiene una fascinación y la industria tiene una
oportunidad. Nuestro problema es el hambre y la injusticia en un mundo de caos
climático. La ciencia tiene una fascinación con la convergencia tecnológica a
escala nanométrica, que incluye la posibilidad de diseñar nuevas formas de vida
desde cero. La oportunidad de la industria radica en las tres cuartas partes de
la biomasa del mundo que, aunque se usa, permanece fuera de la economía de
mercado global.
Con la ayuda de nuevas
tecnologías, la industria cree que cualquier producto químico que hoy es
fabricado a partir del carbono de combustibles fósiles puede hacerse a partir
del carbono encontrado en las plantas. Además de cultivos, las algas de los
océanos, los árboles de la Amazonia y el pasto de las sabanas pueden ofrecer
materias primas (supuestamente) renovables para alimentar a la gente, hacer
combustibles, fabricar aparatos y curar enfermedades, a la vez que eludir el
calentamiento global. Para que la industria haga realidad esta visión, los
gobiernos deben aceptar que esta tecnología es demasiado cara. Convencer a los
competidores de que corren demasiado riesgo. Hay que desmantelar más reglamentos
y aprobar más patentes monopólicas.
Y tal como ocurrió con la
biotecnología, las nuevas tecnologías no tienen por qué ser socialmente útiles o
técnicamente superiores (es decir, no tienen por qué funcionar) para ser
rentables. Todo lo que tienen que hacer es eludir la competencia y las
alternativas y coaccionar a los gobiernos para que se abandonen a su control.
Una vez que el mercado está monopolizado, poco importa cuáles son los resultados
de la tecnología
Pat Mooney*
Tomado de La Jornada, México
22 de diciembre de 2008